martes, 24 de diciembre de 2013

SOBRE  EL  CIELO  Y   EL  INFIERNO

                                                 




                                     

INFIERNO









     Conozco el infierno que repliega la mente sobre sí misma, en torbellinos de silencio, envolviéndose en el caracol del solipsismo, desvertebrándose en pliegues gelatinosos del color del caramelo, que va oscureciéndose con lentitud pero inexorablemente, cada vez más internado en el laberinto individual y artero, sin salida, alas de mosca y telarañas persistentes, obstinadas en enredarse sobre el indefenso y el callado.          Conozco ese infierno intransferible, vergonzante. Conozco aquello que lo aleja de todo, lo que tiene del propio nombre, lo que se ceba de la identidad.
     Este infierno está aquí, aquí, y verdaderamente no tiene remedio.












 






                              LAS  PUERTAS   DEL  INFIERNO


  


   Es un corredor de tres o cuatro metros de ancho que termina en un cancel de paneles de roble y vidrio, con dos puertas en el centro y dos paneles fijos a los costados, la mitad inferior de sólida madera y la mitad superior de vidrio traslúcido. Los vidrios ondulados y la parte horizontal de la molduras necesitan una buena sacudida del polvo que acumulan desde hace mucho tiempo. Encima de la puerta, formando parte del marco, una coronación triangular como un frontispicio, también de roble, y arriba, en el espacio entre el frontispicio y el cieloraso abovedado, las palomas paseándose por el estrecho borde de madera, haciendo sus nidos, ensuciando, persiguiéndose unas a otras, haciendo el amor, empollando sus huevos. Una especie de catarata de mugre se derrama sobre las molduras, los vidrios y el panel inferior, y salpica en tornasoles grisáceos los mosaicos del umbral, justo donde la gente que realiza sus trámites debe formarse en fila a la espera de ser atendida.  Las cagadas de palomas impiden toda solemnidad en un lugar que cada uno adivina como el más solemne en el que puede estar, donde la mayor parte de las personas ha dejado de lado su humano egoísmo para concentrarse en una  nostalgia caritativa ya sin objeto, pero que refuerza el ánimo ante el espectáculo que nadie desea, en el fondo, contemplar.  Allí se aguarda a ser atendido y todos son, finalmente, y contra toda esperanza, atendidos. Algunos sortean el peligro de las palomas, otros ni se enteran de él, pero todos están sujetos a su contingencia  aunque ésta no sea,  para nada,  determinante del lugar ni de su función  primera.









                                      LAS PUERTAS DEL CIELO





     El mármol es su característica predominante, gris, maniáticamente pulido hasta el deslumbramiento, el vano es enorme, terminado en un arco de medio punto y las puertas de roble llegan hasta su diámetro inferior, como si una raza de gigantes fuera a trasponerlas. Pero mirando con más atención, se ve que esas puertas no han sido hechas para ser abiertas, en realidad, simulan ser puertas pero son el alojamiento de un sistema de otras giratorias de bronce y cristal, bronce pulido como oro y pesados cristales blindados de reminiscencias verdosas, que terminan en un burlete vertical que sella cada una de las hojas en el momento de su giro dentro del cilindro, con un resoplido de eficiencia desapasionada.  Son hojas pesadas que es dificultoso empujar, ya que se resbala sobre el piso de mármol pulido.  Los que pretenden entrar se aferran a las manijas diagonales que cruzan cada cristal y aplican toda su fuerza como si fuera lo más importante de sus vidas, y es en ese instante en que las suelas de sus zapatos pierden adherencia con el suelo;  se encuentran oscilando entre dos puntos de apoyo móviles: las manos en la barra de la hoja que ha empezado a girar moviéndose hacia adelante, los pies en los zapatos que resbalan hacia atrás. Y el cuerpo, estirándose en una diagonal imposible de sostener por más tiempo.  Es difícil transponer esta puerta pero casi todos los que lo intentan lo consiguen.                                                                                                    
    Lo curioso es lo que está más allá de las puertas.                                       
    Un gran salón de techo altísimo, revestido de mármol crema hasta donde alcanza la vista, un salón cuyas dimensiones son en todos los detalles sumamente generosas, pero donde predomina una especie de mostrador perimetral, que deja frente a sí un ancho corredor que circunda todo el magno ambiente.  A este corredor se accede después de pasar las puertas y quienes lo hacen se encuentran que el mostrador presenta una serie de ventanillas , de cristal y bronce, numeradas en su parte superior, cegadas por barrotes que solo permiten el paso de objetos muy delgados.   Detrás de cada ventanilla una sombra humana se mueve levemente, sin poderse adivinar gestos o comentarios ni mucho menos opiniones.  Los que han transpuesto las puertas giratorias se encolumnan espontáneamente delante de cada ventanilla, en azarosa o por lo menos inexplicable elección.  Nadie habla y todos parecen recargar sus hombros un poco más a cada minuto. Desde el fondo da la impresión que el que llega ante la ventanilla intercambia algo con el que está del otro lado, pero no es muy seguro.  Lo que parece haber de común entre todos los que aguardan, como una especie de contraseña o ritual de pertenencia, es que al cabo de algunos minutos de estar encolumnados, cada uno extrae de sus bolsillos algún papel doblado y una cantidad variable de billetes de moneda que observa  sin expresión mientras lo junta con el papel doblado que conserva en la otra mano.
   La espera es interminable. El final se anuncia con el ruido de un sello del lado de adentro de los barrotes.






viernes, 13 de diciembre de 2013

 LA  MAÑANA  PERFECTA  DEL  PÁJARO  DE  ALAS  NEGRAS

  








             
                  
                                         LA MAÑANA PERFECTA

                                   DEL PAJARO DE ALAS NEGRAS



    
   
    Un inmenso pájaro de alas negras, cruzando de un patio al otro, un par de alas grandes como toldos, extendidas al máximo, oscureciendo aún más la noche cálida de febrero, eso es lo que espero ver, con el corazón estremecido por la curiosidad y el miedo, aunque no tenga relación con lo que me habían prometido, todo más sencillo, inocente de tan sencillo, increíble de tan inocente y tan sencillo, debido al inminente nacimiento de mi hermanito y a que tío Víctor me hubiera trasladado a su pieza en el entrepiso del otro patio, para ver la llegada de la cigüeña, con su obviedad plumosa y su carga de misterio, cruzar el pedazo de cielo entre los dos patios, uno frente al otro, volando de sur a norte, desde el lado de la pieza de Víctor hasta la persiana de la pieza de mamá, una visión perfecta, un cielo estrellado y lejano y un momento en la noche en que me debo haber dormido, no vi llegar ni pájaro blanco ni pájaro negro y solo escuché, al final de la larga noche y ahora frío amanecer, el llamado de Víctor y el llanto de un bebé que milagrosamente cruzaba los dos patios con la intensidad y el tono de un maullido de gato y se metía en las orejas sin pedir permiso.  Algo nuevo había en el mundo y yo me había quedado con las ganas del inmenso pájaro de alas negras.
    -Vamos, apurate. Tenés un nuevo hermanito -dijo Víctor.
    No me había desvestido para dormir y así nomás fuimos, bajamos la escalera y por el corredor llegamos al patio de mamá, mientras Víctor me decía  cómo no había visto el planeo del gran pájaro de finas patas, el suave y silencioso planeo y el aterrizaje muelle como algodón.  Se había posado un  segundo apenas y vuelto a partir, pero no me aclaró si el color de sus plumas correspondía a su sueño  o al mío.  En nuestro patio, lleno de macetas con plantas tropicales que eran orgullo de mamá, estaban papá y tío José-  que era hermano de mamá- con cara de cansados. Los dos sonrieron al vernos  llegar.
    -Tenés un hermanito -dijo José y me palmeó la cabeza. El gesto cariñoso  disimuló lo reiterativo del asunto, pero papá no dijo nada, con lo que la cosa se equilibraba un tanto, solamente apoyó una mano sobre mi hombro y me apretó contra la pierna. Ahora el bebé no lloraba y ellos dijeron que estaba durmiendo. Dijeron que se llamaba Anselmo Ismael Darío Eduardo José y que parecía muy fuerte, algo indispensable si debía afrontar tales nombres. Quise ver a mamá pero dijeron que ella también estaba descansando. Descansando de qué. De la espera, de los nervios, de la incertidumbre, de la sorpresa. Y de los nombres, pensé yo sin abrir la boca. Doña Rosa, la de la vuelta, andaba de aquí para allá limpiando cosas y una prima de mamá, medio tonta la pobre, no de ahora, la ayudaba, y ninguna de las dos parecía haber dormido en los últimos días, como papá y tío José. Al fin, el único que debía haber velado para sorprender al pájaro de alas negras, era el único que se había dormido.

     El desayuno lo prepararon los hombres y lo tomamos de pie, como correspondía a las circunstancias, en el medio del patio, ya que todo lo demás estaba ocupado por mejunjes, palanganas, botellas y trapos sucios vueltos del revés. Usamos una silla como mesa y se notaba que de estos menesteres ellos no entendían mucho, ni reparaban en las costumbres habituales, esas que mamá respetaba como liturgia. Eso explica que me sirvieran un vaso de leche caliente con la superficie llena de nata pegajosa y densa. Venciendo el asco que me producía de solo mirarla, les tuve que decir que yo no tomaba más leche sola y mucho menos con nata. Ellos se reían como si cada palabra que dijera fuera un gran chiste y después de eso me sirvieron una tazona de té muy azucarado. Supuse que las risas se debían a la alegría natural del acontecimiento y me tomé el desayuno sin decir nada más. En un momento me pareció que el aire se oscurecía y volví a ilusionarme con mi gran pájaro de inmensas alas negras, pero no fue más que una nube pasajera que en nada enturbió esa mañana perfecta. Y allí estábamos los cuatro parados tomando té muy cargado y puro y eso me hizo sentir que éramos indestructibles y que casi no necesitábamos a nadie más.

DOS POEMAS DE  GUNNAR EKELOF  ( poeta sueco  1907 - 1968)


 ¡Buen viaje, suerte en la vida
y más allá de la vida, joven pura!
Te he liberado de mí
al no besar tu puro rostro
al no rozar tu boca con mis oscuros labios!
También existen apóstatas así
y no son apóstatas del amor.
Yo no te he clavado mi puñal
ni te he hablado de las Tres Rosas
que el mundo aún podía haberte dado
¡Algún día nos encontraremos lejos de aquí
y siempre te reconoceré
porque tú fuiste yo!
Y tú me preguntarás:
¿Desde qué lejana distancia me viste
cuando nos encontramos aquella vez en la vida?



                    * * *


Sufrir es difícil
Sufrir sin amar es difícil
Amar sin sufrir no es posible
Amar es difícil

Versiones de F.J.Uriz

miércoles, 6 de noviembre de 2013

"la memoria se rompe"



                                              "la memoria se rompe"
                                              cada vez que cerramos los ojos
                                              en la noche abierta


                                              y al despertar milagroso
                                              la memoria reaparece
                                              no siempre igual


                                             pequeños cambios cada día
                                             hacen un hombre distinto
                                             no nuevo
                                             alterado
                                             alienado
                                             de sí mismo


                                             idéntico documento
                                             otras historias


                                             cómo confiar en uno mismo



El verso entre comillas está tomado de un poema de Juan Gelman

viernes, 1 de noviembre de 2013

DIALOGO  EN  LONDRES







¿Qué le dijo Sigmun Freud al pintor inglés que estaba refaccionando su estudio en Londres cuando éste dejó caer la lata de pintura que salpicó hasta el calzado impecable del doctor?

- ¿Inconsciente!

¿Qué le respondió el obrero?

- Maldito extranjero que viene a quitarnos nuestro escaso trabajo.



EL  PASO  DEL TIEMPO






Allí, en la cabañita del fondo, casi al final del valle, mi abuelo, con su cabello blanco lleno de virutas de madera, talla la lámpara que ha de regalarme por sorpresa cuando la termine. No es una lámpara cualquiera. Yo lo sé, como sé todo lo que ya sucedió una vez y volverá a suceder, una y otra vez, para siempre. Lo que no sé si estaré para verlo, pero me parece que él, mi abuelo, con su cabello blanco lleno de virutas de madera, estará allí, esperándome, para sorprenderme con su lámpara y esperando que yo lo abrace y lo bese como siempre hago cuando estoy frente a él.
Las cosas suceden a pesar de nuestros deseos y suceden una y otra vez sin que podamos influir sobre ellas, porque si así fuera, hoy –que no sé con exactitud cuándo es- hoy estaría abrazando a mi abuelo Antonio más fuerte que nunca, es decir, más fuerte que siempre, aunque decirlo, si bien le da una existencia efímera pero existencia al fin, decirlo, desearlo es dar una constancia que es una derrota, que el tiempo nos vence, que puede más que cualquier cosa y que la repite en todo momento, como si quisiera, el tiempo, que no lo olvidáramos fácilmente.
De tanto repetirlo uno mira hacia atrás y está allí, al alcance de los brazos, iluminado por el atardecer, como un holograma del futuro, como un simulacro que en realidad, es todo lo que aspiramos o podemos ser.

Y allí, en el fondo del valle, la cabaña de mi abuelo refulge sin mengua. Está, definitivamente, allí

lunes, 14 de octubre de 2013

ABUERTE





- Acordate siempre de lo que te dijo abuela antes de morir. – me dijo mamá a propósito de nada, un día que la visité después de una quincena sin verla, mientras la ayudaba a tender su gran cama matrimonial.
- Abuela ...antes de morir...¿qué me dijo?
- ¿Ya te olvidaste? Tratá de recordar. –su cara era una máscara de póquer, no pude sacar nada en claro de ella.
Y por más que de allí en adelante le insistí con vehemencia no obtuve ninguna satisfacción. Cuando la dejé se permitió una leve sonrisa y me repitió como una letanía: Es muy importante.
Por supuesto, mi madre me había parido y me conocía bien. La sonrisa de la despedida, distendiendo levemente la dureza de sus facciones ya casi ancianas, hablaba a las claras que preveía el proceso que habían desatado sus palabras.  Ella, una belleza en su juventud, una doncella de Florencia con las largas trenzas negras cruzadas sobre su cabeza, como una corona sobre el óvalo de su rostro, se había ido convirtiendo, al paso de los años y de las dificultades y los dolores, en el vivo retrato del abuelo en su versión femenina o de sus tíos paternos, Julio o Pietro, tan angulados como sus nombres.
Me llamaba la atención que me citara palabras de su suegra, en realidad, la madre de papá, con quién no se llevaba demasiado bien  si bien fue la que la cuidó más durante su larga enfermedad, tan bien como hubiera cuidado a su propia madre si no fuera porque la pobre murió por una infección puerperal cuando mamá nació.
Mi abuela Sporiti, la del mensaje misterioso, fue siempre para mí una ancianita frágil y vestida invariablemente de negro, de un carácter seco y frugal.  Era viuda de hacía muchos años y vivía en el departamento vecino al nuestro, en San Cristóbal, en la vieja casa de Silvio, mi difunto abuelo materno. La abuela Saporiti era insignificante en mi vida de entonces, volcada a los juegos infantiles con mis primos y tíos. Era otra de esas personas mayores cuya intervención en mi realidad eran unos retos o pedidos varios referentes a mandados. No recuerdo ninguna caricia, ni mucho menos una sonrisa. Pero las cosas a esa edad – cuatro o cinco, a lo sumo seis  años, cuando murió – se aceptan como naturales, no se las cuestiona ni llaman la atención que sean así. Son, simplemente.
Por eso era un incógnita de buen tamaño lo que me había interpuesto mi madre con esa pregunta.
Lo que me dijo abuela antes de morir”
Era un verdadero desafío, una causa sagrada, tal como lo planteaba mamá como muy importante. ¿Cómo yo, un pretendido amante de las palabras, pudiera haberme olvidado lo que me dijo abuela poco antes de morir? En un momento tan liminar, unas impostergables palabras que se hubieran perdido y yo, tan graciosamente indiferente ni siquiera recordara el acto en que fueron pronunciadas.  Aunque, pensándolo bien, ahora venía a mi mente una especie de fotografía oscura, confusa, un claroscuro lleno de preguntas y de niebla.  Sí, eso viene, una imagen más que palabras, una imagen y unas palabras previas, de mamá me parece, que me lleva de la mano al departamento de abuela diciéndome que ella está muy enferma y quiere verme.  Mamá no dice “antes de”, pero dentro de lo que mis años llegan a comprender y por lo que habíamos hablado con Elsa, mi prima, yo entendí que era una despedida.   Y entramos en su pieza, en penumbras, con el corazón estrujado, una habitación que ahora invento como violeta casi negro, y mi abuelita Saporiti perdida entre unas almohadas que parecían dispuestas a sofocarla. Y que tomó mi mano en su mano huesuda – adivino ahora – y pronunció algunas palabras seguramente, con su hálito crispado y sin fuerzas.  Y luego, una eternidad después salimos de allí, yo temblando y olvidado absolutamente de aquellas tan meneadas palabras que ahora se me antojan sagradas.
¿Qué me había dicho abuerte, que ahora, tantos años después, mi madre me las refregara por la cara, con el mote de muy importantes? ¿Qué?
Ella, la abuela Saporiti, había pensado esas palabras muy cuidadosamente, le habría dicho a mamá o a papá que quería despedirse de mí, me habían llevado a la gruta oscura de la muerte, ella había pronunciado las palabras, yo las había olvidado ni bien las pronunció, e inmediatamente después, ella había muerto.
¿Cómo es posible olvidar algo así? O mejor, ahora que es tarde para quejarse: ¿cómo hacer para recuperarlas? No cabe duda que en alguna parte de mi mente, esas palabras están, están y pesan de alguna manera.  Algo, en mi forma de ser o de mirar la vida, debe una parte de sí a esas palabras. Recuperar esas palabras significaría no dejar que abuela muera del todo y no hacerlo, por consiguiente sería como traicionarla. Pensaba todo esto y me parecía un despropósito cargar con esta culpa al olvido de un niño de cinco años. Y entonces comencé a pensar en mamá.
Hacia unos pocos años que me había ido de casa y en todo ese tiempo la visitaba todas las semanas y era testigo de los rigores de su esforzada vida, con un marido jugador, papá, empeñado hasta el hueso en volatilizar sus pocos mangos en las patas de un buen caballo capaz de pagar una fortuna a placé, pero que jamás cruzaría el disco con el frente limpio de competidores. Pero a papá no le gustaba jugar a ganador, eso de ponerle boletos al favorito y ganar unas monedas por cada carrera no tenía sabor; o daba el gran batacazo o prefería nada. Y este pequeño detalle había condicionado los cuarenta años que yo conocía de sus vidas en común. No hay duda que mamá debería quererlo desesperadamente.  O que no tenía la menor idea de cómo terminar con esa tortura cuyo título podía ser “Cómo llegar a fin de mes y no morir en el intento” Y que yo tampoco atiné a remediar. Apenas y no siempre, a paliar con una ayuda esporádica y vergonzante.
Este estado de cosas daba lugar a una concatenación de hechos que solían repetirse cada seis u ocho meses, una especie de liturgia demoníaca o un algoritmo carente de sentimientos, una especie de matemática de la miseria, un encadenamiento prometeico sin finalidad ni consuelo.
Mamá había recibido en sus años jóvenes, como una especie de dote, brindada por su padre como una anticipación de su ausencia posterior, un anillo de platino con una gran esmeralda. Ya no recuerdo el valor de esa joya y no podría recordarlo por más que me esforzara, tal vez como un rechazo subconsciente de la sensación de inestabilidad y dolor que su existencia provocó en mi madre y en mí. Pero era importante. Mamá lo usaba en las grandes ocasiones y en los primeros años de este uso, ambas rivalizaban atrayendo las miradas de los parientes, a cual más deslumbrante. Luego, con el paso de la aplanadora constante, la esmeralda se convirtió en otra cosa: vino a relegar como el último recurso de la tortura con título mencionada más arriba.  Cuando el mes se ponía amarillo casi blanco mamá se encerraba en su pieza, abría el cajón de la cómoda correspondiente, tomaba la lata de malta dentro de la que amontonaba pequeños estuchecitos negros y sacaba la esmeralda de su bolsita de pana, se vestía para salir, se tomaba el 95 que la dejaba en la puerta del Banco Municipal, sector Empeños y Venta Inmediata,  y mediante un simple  trámite, vejatorio  siempre, dejaba en empeño su dote juvenil. Nadie sabía de esto, salvo yo y por una de esas casualidades debidas a la afinidad de los caracteres entre madre e hijo, que me permitió conocer de una vez para siempre el mecanismo.  Desde entonces, cada vez que me parecía prudente, le preguntaba a mamá, en medio de una inocente conversación, por la esmeralda y según el color de sus mejillas sabía inmediatamente dónde se encontraba oculto su fulgor.
Luego seguía un forcejeo interminable hasta que conseguía  hacerme con la papeleta del empeño y así poder recuperarla y devolvérsela. Este último paso era indispensable para que el ciclo no se interrumpiera en su eterno retorno. 
Todo este racconto sirve para justificar la jugarreta con la que conseguí hacerme de las palabras de abuerte, que por más de un año me esforcé, en vano, recordar.
Fue un fin de semana que la visité. Papá no estaba, me dijo que era muy probable que se hubiera ido a Palermo. Siguiendo la costumbre le pregunté por la esmeralda y que sí, que no, al fin obtuve la boleta de empeño. Era un pequeño, pequeñísimo momento de poder sobre ella, que no debía exagerar, porque no era mi intención ofenderla ni molestarla en lo más mínimo. Fue ahí que le pregunté de sorpresa:
-¿Qué fue lo que dijo abuela antes de morir?
Ella se sorprendió, porque por supuesto no esperaba la pregunta.
-No seas mala, no puedo recordar. Era muy chico entonces y tal vez no entendí lo que me dijo. Por favor decime.
Ella sonrió:
-Tanto lío por eso. ¿A qué viene ahora...?
-Te olvidaste que hace un tiempo vos misma me apretaste para que recordara.
-Fue un comentario mío por algo que pasaba en ese momento. No me acuerdo ahora.
-¿Entonces? ¿dijo o no dijo algo abuela?
-Sí, te acordás por lo menos que pidió verte poco antes de morir.
-Sí, mamá, sí.
Se quedó en silencio, como si todo hubiese sido dicho.
Me guardé el recibo en el bolsillo. Ella seguía callada y una tenue sonrisa se insinuó en sus ojos.
-¿Y? – la apuré.
-Nada. Ella estaba muy mal pero se dio cuenta de que prácticamente la única que la cuidaba era yo y quiso tener un gesto de reconocimiento que nunca había tenido antes.
Fue cuando te usó a vos para eso.
-¿A mí?
-Si. Con la poca fuerza que le quedaba te zamarreó del brazo. Tuve miedo que te asustaras y casi te saco de allí.  Y entonces con el resto de  voz que le quedaba te dijo que tenías una madre muy buena, muy buena, y que debías quererla mucho y cuidarla toda vez que ella necesitara de vos.
-¿Y?
-Y así fue- se le llenaron los ojos de lágrimas y con las suyas sarmentosas tomó mis manos y repitió – Así fue.
      Nunca creí que fuera tan redondo como ella lo decía, pero que lo sintiera de esa manera era una especie de alivio para mí.

viernes, 11 de octubre de 2013

Un micro cuento de
                                           SYLVIA IPARRAGUIRRE



EL CORAZÓN DEL BOSQUE
  
          Las botas del guardabosque hunden el tapiz de hojas marchitas. Es el fin del otoño. En el aire se huele el humo acre de las fogatas que la madrugada ha sofoca­do con su aliento frío de huérfana. Un rayo de sol brilla verde sobre una hoja. Más en lo profundo, otros rayos disi­pan la tene­brosi­dad de las ramas entrelazadas. De pronto, un claro del bosque se abre y se ilu­mina. En el cen­tro, una niña, sen­tada sobre su amplio vesti­do, apoya una mano en la cor­teza de la encina. La otra mano sos­tiene sobre la falda al pe­queño unicor­nio, del­gado, tré­mulo, de delica­dos ojos gri­ses. El cuerno es tam­bién gris, con una veta clara que sube rodeándolo como una cinta de plata de la base hasta el vérti­ce.


           Cruje una rama. Los cuatro ojos alarma­dos miran al guarda­bosque antes de desapa­re­cer.

lunes, 23 de septiembre de 2013

 LAS    HERMANITAS



Cada vez que pasaba delante de la casa de las hermanitas *** un dejo de nostalgia por el paraíso perdido me envolvía el ánimo, dejando en segundo plano el interés intrínseco por las propias doncellas, en el caso que lo fueran.  Es que era una casa extraordinaria, situada en una cuadra especial de un no menos destacado barrio: entendámonos, nada de lujos u ostentación, simplemente un barrio tranquilo, una calle muy arbolada y la casa, ah, la casa, antigua, de anchas paredes grises, la puerta del frente de metal, altísima, adornada y protegida por rejas forjadas, ventanas con postigones metálicos antiguos y jardines todo alrededor, los delanteros siempre con flores y enredaderas de nombres hace tiempo olvidados adosándose a las paredes con amorosa solicitud; arbustos y pequeños árboles salpicados aquí y allá y una fronda umbrosa que se adueña con libertad de los fondos.  La casa era de una sola planta, de techo plano seguramente con acceso a la azotea, aunque desde el frente es imposible saberlo con certeza.  Las hermanas son dos adolescentes muy desinhibidas, Carolina y Jimena, una con el pelo renegrido como la esperanza después de los sesenta años, Jimena, y la otra rubia, teñida, un rubio oscuro virando a un pelirrojo muy suave, tan suave como las curvas que las dos disfrutaban insinuar cada vez que se muestran en un mandado u otras salidas casi siempre injustificadas desde el punto de vista de un observador casual.  Pero se ve que les gusta mostrarse sin ofrecerse, aunque sean muy pocos de esos observadores los que puedan apreciar la diferencia.  Yo siempre pude y puedo, pero para seguir adelante debo despreciar ese conocimiento y responder solamente a los instintos.  Ellos no fallan y me dicen qué hacer y en ese quehacer generalmente encuentro mi satisfacción.  En el caso de las hermanitas, muy ligado a la nostalgia de la que hablaba al principio, todo se desarrolló sin demasiado pensamiento, sin ninguna clase de preparación.
Una tarde preciosa en la que el sol aparecía y desparecía alternadamente entre las nubes y que la brisa leve refrescaba todo el ámbito de la calle y se colaba sin pedir permiso en los jardines vecinos, detuve mi mierdoso paseo en la puerta de las hermanitas y sin saber muy bien por qué toqué el timbre.  Sin esperar a que abrieran la puerta de la casa, pasé la reja del cerco que estaba sin llave, y caminé los pocos metros que me separaban de la puerta principal. Cuando llegaba a ella sentí que abrían una de las ventanas del costado y una voz cantarina preguntó:
-¿Quién es? – yo me quedé inmóvil junto a la puerta. La de la voz no podía verme y tampoco veía a nadie afuera, junto al timbre. No sé por qué no le contesté.
Luego la ventana se cerró y para mi sorpresa escuché el ruido que hacían los cerrojos al ser descorridos del lado de adentro de la puerta.  Sin tiempo para tomar ninguna decisión, la puerta se abrió y una rubia se materializó frente a mí. Sin vacilar pero también sin brusquedad, la aparté con la mano y entré.  Carolina abrió grandes los ojos y cuando la boca se torcía como para emitir algo, la tomé del brazo apartándola del vano y cerré la puerta de un empujón.  Antes que pudiera reaccionar la abracé de costado con mi brazo derecho.
- No grites – le dije – No hagas nada.
Ella temblaba.  Estaba vestida con unos jeans gastados y una blusa holgada sin nada abajo.
Finalmente emitió un leve quejido casi inaudible. Me dio un poco de pena.
- No tengas miedo, no pasa nada – ella no me miraba, tenía la vista clavada en el piso -¿Dónde está tu hermana?
No me contestó enseguida.
- Vamos, decime dónde está tu hermana.
Otro gemido.
La sacudí un poco con el brazo que la retenía.
- No tengo ninguna hermana.
- ¿Dónde está Jimena?  Y no juegues conmigo.
Ella sollozó levemente y dijo con voz lastimera.
- Qué quiere? ¿Por qué hace esto?
- ¿Esto? No estoy haciendo nada.
- Entonces suélteme. – su voz se hizo imperativa pero seguía temblando.
- Vení – y tironeé de ella hacia el fondo de la habitación donde estábamos, una especie de vestíbulo seguido de una sala muy amplia; hacia el fondo se veían dos puertas y hacia allí la llevé - ¿Dónde es la cocina?
Ella no me contestó pero vi su mirada dirigirse hacia la puerta de la izquierda.  Efectivamente allí estaba la cocina, también muy amplia, a la antigua, llena de armarios de madera, mesadas de mármol casi negro y dos cocinas, una a gas, moderna, y otra económica, de fundición, a leña.  Sin soltarla rebusqué por todos lados hasta que encontré un  ovillo de hilo sisal en uno de los cajones.  La obligué a sentarse en una  silla y la até prolijamente con el hilo puesto triple.  Después encontré un rollo de cinta y le vendé la boca con varias vueltas para impedir que gritara.
Seguía sin pensar, sin tener un plan o una idea preconcebida.  Abrí la heladera y encontré unos pedazos de queso.  Corté un poco y comí. De reojo vi a mi rubia como se desorbitaba cuando empuñe el cuchillo para atacar el queso. ¡Diablos! La gente no se da cuenta como sugiere su propia perdición.
- Enseguida vuelvo – le anuncié a la rubia para que no creyera cualquier cosa.
Volví a la sala y pude apreciar los muebles y adornos que la hacían ser lo que era: al contrario de las hermanitas eran todos antiguos, más de la época de sus abuelas que de ellas mismas, pero de todas maneras no se veía a nadie y yo puedo atestiguar que en todas mis observaciones previas, sin bien descuidadas de cualquier propósito ulterior, que no lo tenía ni tengo, nunca pude ver más que a las propias chicas y a nadie más, ni de la edad que debieran tener sus abuelas ni de ninguna otra.  Tampoco vi ningún teléfono. Ahora pude reparar en una puerta a la que le había prestado atención y que estaba en un lateral de la sala, era el comedor, con una mesa enorme rodeada por una cantidad de sillas realmente incontable y entre un trinchante oscuro de roble y un cristalero de vidrios biselados llenos de copas de cristal, una abertura, un arco sin puerta abriéndose a un largo pasillo: lo que buscaba.  Allí se veían de ambos lados varias puertas todas cerradas menos la del fondo que deba a un baño y que estaba vacío en ese momento.
Avancé por el pasillo sin dudar de mi suerte pero por si acaso con la mayor precaución que podía desplegar para frenar un poco la ansiedad.  
En el momento en que pensaba que debía encontrar la puerta detrás de la que estuviera  Jimena, la más próxima, la que estaba a mi derecha y a un paso de dónde estaba, comenzó a abrirse lentamente y antes de que pudiera hacer el menor movimiento apareció la ninfa del pelo renegrido sumariamente vestida con un corpiño y unas braguitas tan pequeñas como pudiera pensarse. Me descubrió inmediatamente pero la sorpresa estuvo de nuevo de mi lado: salté hacia ella, la rodeé con los brazos y la empujé hacia el interior de la habitación que resultó ser un dormitorio. Lanzó un grito ahogado y quiso desasirse pero no se lo permití y la empujé sobre la cama. Trató de patearme sin lograrlo por lo cerca que estábamos el uno del otro y en cuanto la apreté sobre la cama lanzó un grito desesperado y le apliqué una trompada en la cara. Eso la aquietó por unos instantes y me permitió   inmovilizarla como a la otra, atándola y poniéndole unos pañuelos que encontré por allí dentro de la boca para impedir que gritara.
Entonces tuve tiempo para recorrer toda la casa y tomar algunas precauciones:  cerré con llave todas las puertas que daban al exterior, entorné las persianas de las ventanas y me asomé al fondo, donde tampoco había nadie. Me llamó la atención que con una casa tan grande y antigua no tuvieran un perro guardián, cosa que yo medio sabía de antes, pero que siempre pensé que podían tener en el fondo. No fue así.
Tampoco vi teléfonos por ningún lado. Probablemente se manejaban con celulares, más difíciles de encontrar. Ya vería.
Volví a la cocina: Carolina seguía donde la había dejado. Me miró con sus ojos horrorizados.
Prendí la televisión y la dejé funcionar en el canal que había aparecido, solo regulé el volumen en un nivel medio, que contribuiría  a enmascarar cualquier conversación y aun algún grito no demasiado fuerte, sin llamar por eso la atención.  Después le saqué la venda de la boca.
Inmediatamente me dijo:
-¿Qué quiere? ¿Por qué me ata? ¿Dónde está mi hermana?
-Tranquila chica.  Son muchas preguntas.
Volví a sacar el queso de la heladera y me serví una porción generosa, total yo no tenía que pagarlo. También me serví un vaso de refresco.
- ¿Querés un poco? – le ofrecí a la rubia pero no pareció valorar el gesto.
- ¿Dónde está mi hermana?
- Duerme.
- ¿Qué le hizo? ¿Le hizo algo? ¿La lastimó?
- Epa, parece que te gusta las preguntas a repetición. Así no me dan ganas de contestarte.
- ¿Dónde está mi hermana?
- Tranquila, ahora está durmiendo un rato, no te preocupes.
- ¿Qué le hizo? ¿Cómo que está durmiendo?
- No le hice nada, ella, después que la até prefirió dormir un rato.
-Miente, miente, ¿qué le hizo? Cómo va a dormirse. Y usted ¿qué quiere de nosotras, por qué está haciendo esto?
La miré con atención, sin saber realmente a qué se estaba refiriendo. Yo no había hecho nada.
- ¿Siempre reciben así a las visitas?
Después de todo ya me estaba cansando con sus preguntas. Me acerqué a ella,  se revolvió en las ataduras con desesperación. Le miré las tetitas que la blusa dejaba ver en parte: eran deliciosas, pero no dije nada. Me limité a ponerle otra vez la venda en la boca. La rubia intentó morderme mientras lo hacía. Me causó gracia y una especie de ternura: era brava y no se desmoronaba.  Dejé prendida la televisión y me fui adonde Jimena.
Había salido del desmayo.
Yo ya había adquirido experiencia así que no le saqué la venda de la boca, cosa que si bien impidió la retahíla de preguntas y de probables insultos, tuvo el inconveniente de no dejarme paladear sus gemidos mientras le hacía el amor, pero de eso me di cuenta después, porque durante, con semejante joyita, no tuve tiempo.  Pi pi cu cu. Una maravilla, nunca taxi.  Estuvo conciente durante todo el proceso, se removió lo que le permitían las ataduras, que era poco, pero al final me dio la impresión de que no le escapaba tanto a la cosa. Como si...
pero eso tal vez sea lo que yo inconscientemente  deseaba y no lo que realmente sucedió.
Eso sí, le dejé suficiente de lo mío como para que tuviera.
Después al reincorporarme vi que su cara se contraía en una mezcla de dolor, asco y odio,
un odio tan reconcentrado que me desestabilizó y me acerqué a ella, por encima de su cuerpo apoyándome en las rodillas, una a cada lado del torso hasta llegar a la altura de su pecho, rozándole las tetas con el miembro. Jimena abrió tan desmesuradamente los ojos que temí que le diera un patatús. Junté fuerzas y le di un soberano piñón en la mandíbula. Ella revolvió los ojos y se desmayó. Ahora su naturaleza tenía el tiempo necesario para procesar lo que le había ocurrido.  Tal vez luego no lo viera tan mal como ahora.
- Hasta luego – le dije pero estoy seguro que no me escuchó.
Estaba un poco cansado por el ajetreo pero contento: no había andado errado cuando pensaba o más bien sentía, mirando la casa desde la calle, la nostalgia del paraíso perdido.  Ahora podía agregar, tal vez, que con un poco de cuidado reencontraría el paraíso perdido, la tierra primera donde todo estaba dado y al alcance de las manos, donde el hombre volvería a estar en el lugar de privilegio entre todo lo creado.
Me metí en otro de los dormitorios y me aflojé un poco, sacándome las zapatillas y la ropa y me eché en la cama a descansar. Pero me faltaba algo así que me incorporé y volví a la cocina. La rubia, cuando me vio la facha casi se desmaya pero la ignoré y rebusqué por ahí hasta que encontré una botella de vino, la destapé y me volví a mi cama. Ahora si estaba en condiciones de descansar como me lo merecía.
Cuando desperté estaba abrazado a la botella vacía y se oía a lo lejos el murmullo de la televisión. Me dolía la cabeza  a pesar de que el vino era de buena marca.
Me vestí y fui a ver a Jimena. Estaba donde la había dejado y si no hubiera tenido la boca vendada creo que me hubiera sonreído. Me incliné sobre ella y controlé las ataduras: todo estaba en orden. Le di un besito, una chuponadita en cada pezón, estaban fláccidos y no me procuraron casi ninguna sensación. Pensé para mi que pronto debería  entusiasmarla para que eso cambiara, pero me acordé de su hermana y sabía que era tiempo de ocuparme de ella.
Bajé a la cocina. Creo que nunca llegué tan justo a ninguna parte. La rubia estaba en plena tarea de deshacerse de las ataduras, caída en el suelo, todavía sujeta a la silla volcada, pero casi a punto de liberarse. Salté sobre ella y con la botella vacía que llevaba en la mano le di para que se calmara. El golpe le dio en la frente. La botella no se rompió, por suerte, pensé después, porque el resultado me hubiera desmoralizado. Solamente se le abrió un pequeño tajo, justo donde le nacían los  pelos teñidos. Se calmó instantáneamente y aproveché para atarla debajo de la mesa de la cocina, una extremidad a cada pata del mueble, que era pesado y robusto como correspondía a su edad. Quedó en cruz como Tupac Amarú, pero con su atrayente cuerpo de jovencita. Le sequé la sangre que manchaba su frente.  Para no irritarla cuando despertase, me adelanté a desnudarla y pude comprobar lo que sospechaba: no era rubia, su color verdadero era ese azabache tan hermoso como el de su hermana. Después, pensando en su comodidad, busqué un mantel en el aparador y lo puse entre su cuerpo y el piso, para que no sufriera por el frío de los mosaicos. Quería que estuviera lo más cómoda posible. Mimarla un poco. Me gustaría que ella tuviera una respuesta distinta de la de Jimena, pero eso no puede obligarse, hay que conseguirlo por otros medios. Total no perdía nada con intentarlo.
Me tendí al lado de ella y la observé. La pelusilla de sus brazos era tenue y mucho más clara que la de su pubis. Recordé, de no se dónde, la expresión pubis angelical. Verdaderamente angelical, destinado a ser ofrecido en el altar de los dioses. Y también le miré la tetitas, no tan chiquitas, tal vez lo que me llevaba a llamarlas en diminutivo fuera su aspecto  inocente, limpio, el aspecto de no haber sido nunca empleadas para su función natural, pero eso sí, con los pezones erectos y duros, tal vez provocado por el frío del embaldosado.
Bueno, esperaría a que se despertase.
Mientras calmaría el hambre que me apretaba el estómago desde que me había despertado.
Viendo la televisión me di cuenta que ya estábamos en el día siguiente, las diez de la mañana. Con razón tenía hambre.  Salvo por el queso no había comido nada desde la víspera.
Revolví la heladera y encontré un par de bifes, huevos, tomates. Estaba de suerte.  Mientras los bifes chirriaban en la plancha me freí un par de huevos y me senté a comerlos; podía ver desde donde estaba sentado las ataduras de Carolina , no a ella que estaba justo debajo de mi plato, la placa de madera de la mesa de por medio. La situación era graciosa y lancé una carcajada. Un gemido apagado vino desde abajo. Me asomé.  Carolina había despertado y se removía con fiereza, tanta que la mesa comenzó a deslizarse suavemente hacia un costado.
- Quedate quieta por que si no voy a tener que darte otra.
Me asomé, tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Me preocupé, a ver si la tarada me aguaba la fiesta.
- Calmate nena. No te hagas mala sangre, que las cosas no están tan mal y hasta creo que vas a llegar a divertirte.
Volvió a removerse y tironear de las ataduras. Me levanté:
- Ya deben estar los bifes. Ves, si no fueras tan arisca te convidaba con uno, pero así comprenderás que no puedo confiar en vos.
Ella siguió removiéndose. Le di una patada  en la cintura y se aquietó de inmediato. Traté que fuera una advertencia, no de lastimarla. Su piel, ligeramente tostada por el sol, se puso roja en el lugar de la patada. Me quedé admirándola un momento, era muy bella y todo su cuerpo componía una sinfonía sin estridencias ni opacidades. No tenía ripios. No había nada de más.
Me tragué la carne con la ayuda inapreciable de un tintillo muy fino que encontré en una alacena. Puta que vivían bien este par de guachas. Después me hice un café pero me salió hervido y fuerte, un asco. Eso me recordó que me hacía falta una mano de mujer para que mi vida fuera plena y gozosa. ¿La encontraría en estas dos? En este momento me era muy difícil contestar esta simple pregunta, por lo que la dejé pendiente para más adelante. Siempre pienso que el futuro debe obligatoriamente llenar los huecos de este presente incierto e incompleto. Un amigo me dijo una vez que yo era la imagen del perfecto optimista, pero en realidad lo que soy es ser un adepto a la máxima “ayúdate, que dios te ayudará”.  Últimamente, desde que no tengo más a los viejos, no he hecho más que comprobar su validez: por supuesto, hay que ser meticuloso y ocuparse personalmente de lo que debe salir bien, hay que atenerse a lo que uno sabe y obrar en consecuencia. No dejar flecos colgando por todas partes y elegir las acciones no por gusto sino por la efectividad demostrada. Especialmente cuidar que los sentimientos o los anhelos no se interpongan en el programa de acciones proyectadas; jamás hay que cambiar una acción basados única y espontáneamente en alguna impresión extemporánea.
Un rato después de almorzar les di de beber a mis dos cachorritas, no fuera que se deshidrataran. Estuvieron bastante sosegadas, tal vez tenían mucha sed. Las volví a amordazar y ninguna de las dos aprovechó para gritar ni nada parecido. Pensé en una especie de tregua, pero en el fondo sabía que todo era muy engañoso y no debía confiarme.
Después de eso le di una recorrida a la casa, bien a fondo; encontré varias cosas interesantes, dinero, bastante dinero, algunas joyitas, una revista porno escondida en un placard –después voy a indagar a cuál de las dos pertenece – y en un sótano cuya puerta trampa se abre en un cuarto muy abandonado y lleno de trastos, un sótano con una muy apreciable colección de vinos, dos jamones colgando, varias docenas de salamines y un surtido impresionante de cacharros, cajas de cartón y herramientas de jardín, y vigilándolo todo en la oscuridad un maniquí desvencijado, con el relleno de aserrín brotándole de la cintura. Alguien con sentido del humor le había adosado una cabeza fabricada con una cáscara de zapallo verde en la que estaban pintados unos bigotes a lo Dalí y unos ojos calados de una profundidad insondable. Qué raras me estaban resultando estas hermanitas, cada vez más se asemejaban a un par de personajes de novela de misterio, veladas por actos indescifrables o silencios sin motivo o llenos de inconfesables historias. Aunque, me dije después de pensarlo un poco, siempre son así los otros, un enigma para uno, personas a las que hay que descifrar y trabajosamente llegar a comprender aunque sea un mínimo de todo su imponente edificio. Verlos actuar, reaccionar, dialogar.  Cosa que con estas hermanitas iba a ser muy difícil, ya lo sabía desde el inicio.
De todas maneras cada vez me sentía más contento de estar allí y poder hurgar en esas vidas tan ajenas. Claro que mi método no era muy sutil, pero a la larga, creo, va a dar el resultado deseado. Y en el camino va a procurarme algunos momentos placenteros, similares al que ya había tenido.
Volví a la cocina.  Carolina estaba dormida. Me pareció que el momento de la rubia había llegado.
Me acosté en el suelo, a su lado.
Estaba extrañamente calma, despierta pero calma, los ojos abiertos mirando hacia arriba, hacia la parte inferior de las tablas que componían la mesa de la cocina. Puse mi boca contra su oreja y le susurré con voz de teleteatro:
- Carolina.  Carolina. ¿Quién te hizo tan hermosa, quién te condenó a ser tan atractiva?
Ella se mantuvo inmóvil, salvo un pequeño temblor en sus párpados que noté por estar mi cara pegada a la de ella.  El ojo más cercano sufría unos casi imperceptibles tics, como queriendo girar hacia mi lado y siendo reprimido una y otra vez, obligado a volver a mirar hacia arriba y desentenderse de lo que sucedía a su lado. Me causó algo de pena tanto esfuerzo por minimizar lo que debía aterrarla seguramente: lo que se venía. Y comprendí que otra vez debía remar contra la corriente, que no habría empatía y que el placer, como casi siempre, iba a ser solitario. Eso me puso de mal humor y traté de controlarme, porque deseaba una  relación suave, prolongada, sin apuro, en la que se pudiera paladear cada movimiento, cada idea, cada segundo transcurrido, volver consciente al tiempo en el movimiento de cada músculo, en el roce de cada centímetro de piel, detenerlo prácticamente al apoyar los labios sobre sus lugares más sensibles, deslizarlos eternamente en el más minúsculo trayecto que llevara al éxtasis más profundo e inapresable, transformar en inacabable el deleite más efímero.
¡Carolina! Cuantos deseos alrededor de tu nombre, cuanta desdicha en la realidad verdadera, en la situación. Pero esa era mi obra y debía continuar de la manera que fuera  y continuó, vaya si continuó.  Carolina resistió como pudo, no se entregó en ningún momento pero yo seguí adelante, olvidando mis pretenciosos sueños y tratando de sacar el mayor fruto posible de las circunstancias. Ella era muy joven, estrecha y virgen, así que sufrió bastante cuando finalmente la penetré y a partir de allí, a partir de dejar de ser virgen, todo se le hizo muy cuesta arriba. No le saqué la mordaza porque me hubiera aturdido y desconcentrado con sus gritos, pero sus ojos lo decían todo.  Se le inyectaron en sangre y desorbitaron al máximo, parecían que iban a estallar. Lo curioso, pensé después, es que no lloraron, en ningún momento soltó sus lágrimas. Lástima, porque hubiera sido mejor que llorara, se hubiera descargado un poco a través de esas gotitas calientes que se llevan parte de las desdichas.  Yo tuve lo mío, no tanto lo como había pensado, ya lo dije, pero de todas maneras por lo menos tan bueno como con la otra. ¡Gloria a Dios en las alturas! Miserias de este mundo, por más  que uno planifique y se desviva por algo, las cosas van a ser como quieren ser y nada las va a sacar de ese lugar.  Cuando terminé busqué otra botella del magnífico vino que había allí y rumbié para mi pieza a descansar. Es verdad que el amor es una de las tareas más cansadoras que hay. Ni me acordé de Jimena.
Algunas veces el sueño me hace fintas, verónicas de torero enamorado, y tarda siglos en venir y mi pensamiento se vuelve absurdo o melodramático o agorero, o todo junto, poniéndome más nervioso a cada minuto y en esta serpiente que se muerde la cola se  vuelve casi imposible el simple hecho de dormir. Al final, terriblemente cansado, me duermo con un sueño de mierda, a tirones, a saltos, que no me descansa en absoluto.  Otra veces, como creo que sucedió ahora, me duermo inmediatamente y caigo en un pozo profundo lleno de historias y de personajes dignos de un gran imaginador, con tendencias terroríficamente perversas – Entre paréntesis, creo que de aquí salen ciertas actitudes mías que algunos puristas podrían reputar como criticables o algo malintencionadas –  Esta vez, creo, el sueño llegó rápido y lleno de cosasel lugar, ese lugar precisamente, que mamá me había admonisado como prohibido, justamente ese lugar que no se podía pisar y en el cual yo, se podía decir, estaba zapateando con frenesí, al principio solo, y luego  rodeado poco a poco por una multitud de presencias más y más tangibles, que llevaban el ritmo de los zapateos con un batir de palmas que sonaban con reminiscencias metálicas, cada vez más rápidas y que se me hacía difícil seguir. Yo sabía que debía recordar algo, era muy importante, casi esencial para seguir adelante, cosa que significaba, tal vez, escapar de ese lugar que mamá me había prohibido, que no sabía cuál era, pero no debía pisarlo, no debía mirarlo, y eso que mamá en realidad era muy permisiva, y el batir de palmas se hacía infernal, infernal y nauseabundo, la verdad  era un sueño que nunca me había poseído con tanta intensidad y me revolvía y chocaba con esas presencias que no lograba ver, pero que estaban allí sin duda y el olor era indiscutible y esas volutas azules que se retorcían y se iluminaban a trozos, como columnas salomónicas, girando sobre sí mismas hasta no saber cuál era la vertical y cómo hacer para mantener el equilibrio, en el borde de algo filoso, duro, aguzado y frío.
Que resultó ser la punta de un enorme cuchillo de cocina apoyado en mi garganta y al extremo del cual se encontraba Carolina, la cara abotagada y rabiosa de Carolina aparecía en el preciso lugar donde se acababa el mango del cuchillo, retorcida en una sonrisa azufrada y llena de una especie de chispas sin llama, que se desprendían silenciosamente de su piel y caían hacia abajo apagándose en el camino. Tenía el cabello revuelto y electrizado, casi blanco o tal vez era la luz de una lamparita que, desde mi posición, parecía estar conectada un poco más arriba de su nuca y que oscilaba de un lado a otro, bandeando las sombras por las paredes, paredes que no eran las de la pieza dónde me había dormido, estábamos en otro lado, no se dónde aunque tal vez sabía, si lograba descifrar esos ojos calados que me miraban desde arriba de unos bigotes a lo Dalí que ya había visto en alguna parte.
- ¿Y ahora? –dijo la rubia, entrechocando las palabras contra los dientes en los que se notaban rastros de sangre seca o pintura de los labios corrida.
- Ahora chocolate – dije con mi mejor humor, algo de lo último que me iba quedando. Creo que a medida que pasaban los segundos iba recobrando la cordura o mejor dicho la lucidez, después de una dormida fenomenal e inesperada.  Mejor dicho, lo inesperado fue su conclusión y  esto de ahora, esa cara cerniéndose sobre mí.
- Creo que no entendés, hijo de puta. La tortilla se dio vuelta.
La cuchilla presionó mi garganta y un ardor no calculado casi me obliga a toser. Me contuve: cualquier movimiento aumentaría la presión de la cuchilla.  Traté de no ceder  a la situación y con mi mejor cara de poker le pregunté:
- ¿Y tu hermana? – La cara de Carolina se contrajo de tal manera que me permitió adivinar el futuro.
- Aquí estoy  - dijo alguien detrás de mi cabeza.
- No te veo, mi querida. ¿Cómo estás? Te juro que me muero por verte.
- Morir te vas a morir igual, me veas o no me veas – dijo la voz detrás de mi cabeza.
Esto se estaba poniendo aburrido así que decidí callar por un momento y pensar. Esa ha sido siempre mi característica, la que por otra parte me trajo hasta aquí, detenerme y pensar, pensar antes de seguir a tontas por algún camino que no se presente demasiado acogedor, o también si la  acogida es demasiado generosa, como esta de ahora.
Pero las hermanitas no me dieron demasiado tiempo para pensar. Intenté moverme pero estaba absolutamente inmovilizado, los brazos detrás de la espalda y los tobillos conectados por detrás también con el cuello: una monada, un trabajito profesional, seguramente dictado por el odio. Malo, malo, malo, no se debe  confiar en el odio: ni los que odian ni los que son odiados. Pero por el momento allí estaba, matambreado por dos aprendices adelantadas que al parecer ya habían consensuado sus planes.
- Ahora vas a ejercitar las cuerdas vocales, hijo de puta –dijo Carolina con esa vocecita suya tan aterciopelada.
Ahí se me hizo claro dónde estábamos y el por qué no temían que gritara. O como comprendí inmediatamente deseaban que lo hiciera:  Jimena apareció desde atrás y con unas tijeras de sastre me abrió todo el pantalón, hasta las rodillas y luego destrozó meticulosamente el calzoncillo.  Así quedé expuesto a la más desalentadora de las miradas o tal vez la más codiciosa, la que procuraba decidir a la vista del campo de batalla.  Ganó Carolina que con envidiable rapidez y frialdad tomó mi prepucio, tensándolo hacia arriba  le asestó una cuchillada horizontal, circuncidándome de un solo golpe. Por supuesto que grité como ellas esperaban, el dolor me recorrió todo el cuerpo y me volvió más consciente todavía de las ataduras y limitaciones de mi posición. Hubiera dado no se qué por tener las manos libres para llevarlas hacia mi pene y oprimirlo lo más fuerte posible para atenuar el dolor. La sangre caliente se deslizaba por mis testículos cuando una Carolina exultante advirtió:
- Segundo acto, más de lo mismo.
Y llevó la mano libre otra vez a la punta de mi pene, tirándo hacia arriba y otra vez la cuchilla se deslizó en el aire como una exhalación y otra vez  un dolor increíble agonizó en mi garganta, al tiempo que entreveía en la mano de la verdugo un trocito de carne sanguinolenta que me había pertenecido. Creo que me desmayé porque lo siguiente que se materializó en mi pantalla fue la cara de Jimena con una sonrisa  generosa y confiada. Estaba hablando pero no logré entender lo que decía, un poco omnubilado por el recuerdo del pasado que iba volviendo y otro poco porque sus propias carcajadas deformaban su voz.
¿Qué había quedado de la dulce Jimena de nuestra relación en su cama?  ¿Ya se había olvidado de todo, la ingrata?
Pensé que algo no estaba encajando en el cuadro de situación hasta que un ardor creciente y unos latidos desencajados en la ingle terminaron por situarme.
En esto de vivir al día se juega mucho de nuestro destino y cualquier cosa que lo distraiga a uno de eso debe ser desechada de inmediato, so pena de perder el paso y con el paso la propia vida. Afortunadamente mi desconcierto había durado poco, si bien había que agregarle el período indeterminado en que estuve desmayado. Mi mente se despertó de su sopor y comenzó a idear la forma de escapar al destino manifiesto a que me tenía condenado las hermanitas. Sabía que mencionar mis deseos equivalía a condenarlos, así que deseché pedir cualquier cosa ni mostrar interés por nada. Debía, eso sí, decidir con rapidez, ya que el camino que las muchachitas seguían era perentorio y no me quedaba mucho tiempo.
- Por fin te despertaste, hijo de puta – Carolina apareció en mi ángulo de visión – No creo que debas alegrarte, pero ya que estás otra vez aquí podemos seguir. -  Empuñaba todavía el cuchillo de cocina, manchado ahora con mi sangre.                                                                
Era muy peligroso pero me pareció la única salida, para bien o para mal. Cuando ella, como lo esperaba tendió la mano y aferró lo que quedaba de mi virilidad, yo salté encima de ella girándo y dando mi espalda contra su frente.  Eso la  sorprendió y caímos los dos sobre el suelo y mientras ella trataba de safar de la posición en que había quedado yo restregaba torpemente mis brazos contra dónde suponía que debía estar su mano con el cuchillo. No había calculado mal si puedo juzgar por el dolor que me produjeron los varios cortes en los brazos, hasta que ella logró sacarme de encima e incorporarse. Supe que no debía permitirlo y mientras me preguntaba instintivamente dónde estaba Jimena, me arrojé otra vez contra ella, que fue, en definitiva, arrojarme contra su cuchilla. Yo estaba de rodillas por las ataduras, así que caí con mi hombro derecho sobre el cuchillo. Ella se mantuvo firme y el dolor fue todo mío y en ese momento comprendí por qué no la veía a Jimena ya que algo me golpeó en la nuca dos veces, o por lo menos hasta ahí recuerdo. Cuando volví estaba otra vez en la mesa de operaciones y ahora habían corregido los errores de la primera vez y unas cintas de cortina me aseguraban a ella, de tal manera que algo hizo clic en mi mente y comencé a ver con claridad que el fin había llegado, si no el fin de los sufrimientos, por lo menos el fin de las esperanzas y recordando la vieja sabiduría de mi madre, me dispuse a aceptar lo que se me venía encima. No es fácil, la resignación no fue nunca mi fuerte, pero en definitiva eso es la vida, aprender siempre, cada vez, que se puede avanzar un paso más en la degradación, en la pérdida, en la renuncia.
- A ver, chicas, ¿dónde se han metido?  - la voz me salía bastante normal, habida cuenta de los sucesos y de la consecuencia de los sucesos – Vamos, que tienen que terminar el trabajo. Es hora de finiquitar lo que comenzaron. Y si no se atreven a seguir, libérenme para que les haga el amor otra vez.
No hubo falta de seguir arengándolas. Allí venían, esplendentes en su belleza, apenas opacadas por las herramientas que traían en las manos.  Carolina con una sierra para metales y la famosa cuchilla de la que, aparentemente, no podía desprenderse, y Jimena con una pinza pico de loro y una tenaza enorme, que francamente no sé de dónde la habría sacado.  Supongo que no había ido de compras a la ferretería. De todos modos su cita era conmigo. Esas dos preciosuras venían conmigo. Para bien o para mal.



domingo, 25 de agosto de 2013

SENECTUTE

    

                                           I





Este lugar es todo distinto.  Todo distinto. Realmente no reconozco nada.
Y no se ve el monte.  Está todo cerrado, cerrado, no se ve la luz del día.  Todo distinto. Hay algunos hombres y mujeres, todos viejos, achacados.  Andan de aquí para allá, sin hacer otra cosa que murmurar en voz baja vaya a saber qué. Algunos cierran los ojos y parecen ausentes, otros parecen ausentes con los ojos abiertos, y están los que abiertos o cerrados, se meten en todo como si te conocieran de siempre.
Yo no hablo con nadie.  ¿De qué hablaría?  ¿Conocen algo de mí, acaso? ¿De quién soy y de lo que me pasa?  Además, aunque fueran normales y entendieran las palabras, ¿comprenderían mis sentimientos?  ¿Podrían entender la traición?
¿Acaso se puede entender la traición?

Por eso no hablo con nadie. Mi refugio es el silencio, mi consuelo es el silencio.




                                              II





Pienso. Todo el tiempo pienso.  Recuerdo, recuerdo muchas cosas y otras se me olvidan, me doy cuenta del hueco que dejan las cosas que no logro recordar.
A veces una cara vagamente conocida me ronda, aparece de repente desde un costado y se posiciona frente a mi.  Me sonríe con una sonrisa bobalicona. A veces habla y otras veces no.  A veces son dos las caras, las dos sonríen.
Cuando hablan, casi siempre empiezan con:
- ¿Sabés quién soy?
Y lo repiten una y otra vez, sin dejarme tiempo para pensar.
Cuando se desalientan y abandonan la presión, el reconocimiento viene en puntas de pie y digo en voz baja, porque no me gusta alardear:
- Josefina. 
O, si cuadra:
- Velia.
O:
- Oscar.
A veces tengo ocasión de decir:
- Mabel.
Y menos:
- Lucho. – o – Rodolfo – o -  Mercedes.
Ni qué decir de los otros nombres, esos que sí son más difíciles, los ... cómo es... los nietos, los nietos que son más de treinta, más la media docena de sus hijos, mis... bisnietos. Pero eso lo pienso rara vez, porque es muy complicado y nadie me puede ayudar.

Y entonces, cuando digo el nombre que esperan oír, sonríen de una manera más extraña aún, como si detrás de la máscara de alegría de la sonrisa, un frunce contrajera de preocupación el resto de la cara no comprometido con la sonrisa.
Y yo pienso que si con la sola mención de sus nombres correctos se duelen tanto, que pasaría si les comentara todo lo demás que pasa por mi cabeza, aún lo mínimo. Y entonces, para que no salgan corriendo, trato de evitar toda palabra, trato de disimular lo que verdaderamente pienso.  Pero aún así, a medias palabras y gestos indescifrables, ellos van dejándome información de la que voy sacando lentamente una idea general de lo que pasó y sigue pasando, a propósito de este lugar tan inhóspito, tan vacío de todo.
Es una tarea muy cansada, una tarea ingrata, que para colmo tiene la dificultad agregada del tiempo que media entre una visita y otra, tiempo lleno de vacío, un tiempo interminable que es como una goma de borrar, que va deteriorando lo que he sacado en limpio de la visita anterior, de tal manera que en la siguiente gasto la mitad del tiempo en tratar de recordar hasta dónde había llegado y a partir de allí, agregar algo nuevo. Pero también he desarrollado un método que parece ayudar: a cada migaja nueva que logro incorporar inmediatamente a una visita, a cada una de ellas procuro adosarle un recuerdo de antes, un recuerdo de afuera, de manera que se forma una trama con lo conocido de siempre  que impide el olvido, por lo menos lo dificulta y lo hace durar un poco más.  Total aquí no tengo nada que hacer, la comida está todas las veces, con una precisión más exacta que el hambre, cuando uno está cansado se acuesta y duerme, nadie te pide nada, casi nadie te dirige la palabra y entonces tengo todo lo que quiero para pensar y recordar y asociar.  Yo me digo cada vez que cuadra que soy un experto en mi propia vida: tengo siete piolines para tirar, cuatro activos y tres pasivos, piolines que jalados convenientemente y con el cuidado debido van trayendo todo el pasado al escenario, por lo menos ese pasado que recuerdo y algunos jirones del otro, el que no se si olvido o que nunca sucedió, lo que viene a ser casi lo mismo, porque  ¿qué cosa es lo que no se recuerda? ¿puede afirmarse que sucedió?  Además: ¿importa algo si sucedió o no sucedió?

Ahora viene esa, la mandona, con la sopa de la noche.  Siempre sopa por las noches.  Me gustaría un buen trozo de asado con achuras, jugoso y humeante, pero me parece que eso se terminó para siempre, porque además de no aparecer por ningún lado, si de pronto se materializara milagrosamente en mi plato, ¿con qué dientes lo comería? ¿cómo masticar con las ausencias? Y tendrían que trozarlo, porque no creo que mis pocas fuerzas pudieran empuñar firmemente el cuchillo necesario.  Y bueno, en eso consiste la filosofía de esta edad, no por esperada, menos sorprendente: no se puede porque no hay ni se sabe cómo.




                                                            III                            




A la mañana me lavan. Es un procedimiento incruento pero sumamente molesto y degradante. Mis cosas son mis cosas y no me gusta nada que una perfecta desconocida meta mano en mis partes y me sacuda de un lado al otro, y me de vuelta y también me manosee la espalda. Además me doy cuenta de que es una limpieza parcial, como si fuera sacarle lustre a un estante sin quitarle el polvo, una estafa oculta. Después me cambian de ropa y me instalan en una silla en un lugar parecido a un comedor, donde ya están los otros sentados a la mesa y desayunando que es lo que después de sentarme, hacen conmigo.  La empleada me desayuna a toda velocidad, obligándome a tragar lo que a mí siempre me gustó paladear lentamente, mojando el pan en mi mate cocido con leche. Eso lo recuerdo bien. El gusto que tenía no se parece en nada al que tiene esto de ahora.
Después me instala en un sillón con apoya brazos y pasa una correa por mi cintura  para evitar que me pare y me caiga, según dice la muchacha todas las veces. Como me ha puesto un pañal no se preocupa si tengo ganas de algo y trato de comunicárselo como puedo, aunque últimamente me doy cuenta que las palabras salen medio atravesadas de mi boca.  Por más esfuerzos que hago, no puedo pronunciar bien y en voz alta.
Nadie parece escucharme.




IV



Hay un espacio gigante adherido a mi sillón, que es como si no terminara nunca. Empieza ahí, después del desayuno y se prolonga indefinidamente. No hay perspectiva ni ritmos.  Estoy ahí y veo pasar a los otros, unos que van para el lado del baño, otros se quedan en la mesa jugando con cartulinas de colores, y las muchachas –creo que hay más de una – que pasan de un lado a otro, como apariciones fugaces que salen de no se dónde y se pierden en donde no se ve.
Y todo es así por siempre.

Hoy mi muchacha se olvidó de atarme. Así que esperé un buen rato y cuando los vi a todos ocupados en sus cosas, me levanté cuidadosamente.  Yo sabía que mi hermano me estaba esperando, porque teníamos que terminar el trabajo que nos habían encargado.  Así que tenía que encontrar el caballo y engancharlo al sulki, pero no lo veía por ningún lado.  Pensé que al fondo del corredor podía estar mi pingo y fui para ese lado.
No se qué me pasó, pero algo retuvo mi pie y me caí al suelo: pegué con la cara contra el piso y enseguida hubo un griterío infernal.
Cuando me di cuenta, ya la empleada estaba al lado mío:
-Mire el corte que se ha hecho, abuelo. –yo la odiaba cordialmente cada vez que me decía abuelo, esta se creía que yo no conocía bien a mis nietas.
Me ayudaron a incorporarme y me sentaron otra vez en el sillón.  Ahora sí me ataron y después la muchacha me hizo arder la frente con alcohol.
-Está todo roto abuelo –decía mientras me pasaba un algodón por la cara.  Después me desató y me llevo a la pieza y me hizo acostar, atándome a la cama con las correas.
Yo no quería, pero la chica dijo:
-Tiene que descansar; con el porrazo que se dio es de lo mejor –Y apretó la cinchas con toda energía – No se preocupe, abuelo, a la hora del almuerzo lo vengo a buscar.
Me quedé pensando, pensando.  Y en un momento estaba caminando por el monte, en Barrancas, sin ninguna dificultad en las piernas y cantando una baguala sin inconvenientes en la voz. La voz estaba flamante. Pensaba en todo lo que había sucedido y era evidente que la ciudad es la que me enfermaba y me quitaba las fuerzas. Aquí en el campo estaba lo más bien y me puse a juntar leñas para el fogón del almuerzo.




V



Ahí estaba otra vez.
-Hola papá- me besa y el pelo largo me hace cosquillas en la cara – ¿Cómo estás papá? ¿Qué te pasó?
-Se cayó,  señora. Se soltó de la silla y se cayó.
Ya estaba la alcahueta mintiendo.
-Está muy rebelde estos días –siguió mintiendo.
-Ay, papá. Te podías haber lastimado peor.
¿Quién era esta? ¿También venía a retarme?
Me acariciaba las manos y me fui calmando. Un tipo con barba estaba al lado de ella.
-¿A ver, papá, quién soy?
Otra vez lo mismo, pero no me va a joder, yo a ésta la conozco.
-eh...
-Vamos papá, ¿quién soy?
-eh...Velia.
-Viste que te acordaste.  ¿Y él? –señala al barbudo que me sonríe. - ¿Cómo se llama?
-eh...
De este no tengo ni idea. Me trae a cada uno mi hija. Y quiere que los conozca a todos.
Me quedo callado y me distraigo pensando en todas las cosas que tengo pendiente. Y yo perdiendo el tiempo aquí.
-Tengo que ir a casa.  Este lugar es muy raro.
-Sí papá. Tenés que estar unos días hasta que te mejores. Después vamos a casa.
-No quiero quedarme aquí.
.Pero ves que si dejan solo te podés lastimar.
-Es porque no estoy en mi casa. Este lugar es desconocido para mí. Cómo no me van a pasar cosas. Yo tengo que volver a mí casa.
-Ya, ya.
-Este lugar es muy raro.
La mujer no dice nada pero tiene los ojos brillantes. ¿Quién era? Apareció de golpe, salió de la nada. Ah, ya sé, es la negra, Mabel se llama.
-Ay papá, claro que es raro. ¿Sabés dónde estás?
Cómo no saber, si tengo todo el día para pensar y sentir. Salvo los pocos momentos que consigo volver al campo, todo lo demás es asqueroso.
-¿Dónde estás papá?
Ella se inclina y su pelo renegrido me hace cosquillas en la cara. ¿Por qué quiere saber? ¿para qué le sirve saber, si no han querido sacarme de acá? Ella tal vez sí, pero los otros, los otros, no saben lo que es esto, no quieren saber nada. No se puede hacer caso de lo que se sabe y mantener la traición. Prefiero pensar que no saben, así la traición no parece tan grande. Pero esta pobre que lagrimea aquí ahora, no sé lo que sabe. No sé lo que pretende, ni lo que busca.
-En el infierno –le digo con la poca voz que me queda.