LAS HERMANITAS
Cada vez que pasaba delante de la casa de las
hermanitas *** un dejo de nostalgia por el paraíso perdido me envolvía el
ánimo, dejando en segundo plano el interés intrínseco por las propias
doncellas, en el caso que lo fueran. Es
que era una casa extraordinaria, situada en una cuadra especial de un no menos
destacado barrio: entendámonos, nada de lujos u ostentación, simplemente un
barrio tranquilo, una calle muy arbolada y la casa, ah, la casa, antigua, de
anchas paredes grises, la puerta del frente de metal, altísima, adornada y
protegida por rejas forjadas, ventanas con postigones metálicos antiguos y
jardines todo alrededor, los delanteros siempre con flores y enredaderas de
nombres hace tiempo olvidados adosándose a las paredes con amorosa solicitud;
arbustos y pequeños árboles salpicados aquí y allá y una fronda umbrosa que se
adueña con libertad de los fondos. La
casa era de una sola planta, de techo plano seguramente con acceso a la azotea,
aunque desde el frente es imposible saberlo con certeza. Las hermanas son dos adolescentes muy
desinhibidas, Carolina y Jimena, una con el pelo renegrido como la esperanza
después de los sesenta años, Jimena, y la otra rubia, teñida, un rubio oscuro
virando a un pelirrojo muy suave, tan suave como las curvas que las dos
disfrutaban insinuar cada vez que se muestran en un mandado u otras salidas
casi siempre injustificadas desde el punto de vista de un observador
casual. Pero se ve que les gusta
mostrarse sin ofrecerse, aunque sean muy pocos de esos observadores los que
puedan apreciar la diferencia. Yo
siempre pude y puedo, pero para seguir adelante debo despreciar ese
conocimiento y responder solamente a los instintos. Ellos no fallan y me dicen qué hacer y en ese
quehacer generalmente encuentro mi satisfacción. En el caso de las hermanitas, muy ligado a la
nostalgia de la que hablaba al principio, todo se desarrolló sin demasiado
pensamiento, sin ninguna clase de preparación.
Una tarde preciosa en la que el sol aparecía y
desparecía alternadamente entre las nubes y que la brisa leve refrescaba todo
el ámbito de la calle y se colaba sin pedir permiso en los jardines vecinos,
detuve mi mierdoso paseo en la puerta de las hermanitas y sin saber muy bien
por qué toqué el timbre. Sin esperar a
que abrieran la puerta de la casa, pasé la reja del cerco que estaba sin llave,
y caminé los pocos metros que me separaban de la puerta principal. Cuando
llegaba a ella sentí que abrían una de las ventanas del costado y una voz
cantarina preguntó:
-¿Quién es? – yo me quedé inmóvil junto a la
puerta. La de la voz no podía verme y tampoco veía a nadie afuera, junto al
timbre. No sé por qué no le contesté.
Luego la ventana se cerró y para mi sorpresa
escuché el ruido que hacían los cerrojos al ser descorridos del lado de adentro
de la puerta. Sin tiempo para tomar
ninguna decisión, la puerta se abrió y una rubia se materializó frente a mí.
Sin vacilar pero también sin brusquedad, la aparté con la mano y entré. Carolina abrió grandes los ojos y cuando la
boca se torcía como para emitir algo, la tomé del brazo apartándola del vano y
cerré la puerta de un empujón. Antes que
pudiera reaccionar la abracé de costado con mi brazo derecho.
- No grites – le dije – No hagas nada.
Ella temblaba.
Estaba vestida con unos jeans gastados y una blusa holgada sin nada
abajo.
Finalmente emitió un leve quejido casi
inaudible. Me dio un poco de pena.
- No tengas miedo, no pasa nada – ella no me
miraba, tenía la vista clavada en el piso -¿Dónde está tu hermana?
No me contestó enseguida.
- Vamos, decime dónde está tu hermana.
Otro gemido.
La sacudí un poco con el brazo que la retenía.
- No tengo ninguna hermana.
- ¿Dónde está Jimena? Y no juegues conmigo.
Ella sollozó levemente y dijo con voz lastimera.
- Qué quiere? ¿Por qué hace esto?
- ¿Esto? No estoy haciendo nada.
- Entonces suélteme. – su voz se hizo
imperativa pero seguía temblando.
- Vení – y tironeé de ella hacia el fondo de la
habitación donde estábamos, una especie de vestíbulo seguido de una sala muy
amplia; hacia el fondo se veían dos puertas y hacia allí la llevé - ¿Dónde es
la cocina?
Ella no me contestó pero vi su mirada dirigirse
hacia la puerta de la izquierda.
Efectivamente allí estaba la cocina, también muy amplia, a la antigua,
llena de armarios de madera, mesadas de mármol casi negro y dos cocinas, una a
gas, moderna, y otra económica, de fundición, a leña. Sin soltarla rebusqué por todos lados hasta
que encontré un ovillo de hilo sisal en
uno de los cajones. La obligué a sentarse
en una silla y la até prolijamente con
el hilo puesto triple. Después encontré
un rollo de cinta y le vendé la boca con varias vueltas para impedir que
gritara.
Seguía sin pensar, sin tener un plan o una idea
preconcebida. Abrí la heladera y
encontré unos pedazos de queso. Corté un
poco y comí. De reojo vi a mi rubia como se desorbitaba cuando empuñe el
cuchillo para atacar el queso. ¡Diablos! La gente no se da cuenta como sugiere
su propia perdición.
- Enseguida vuelvo – le anuncié a la rubia para
que no creyera cualquier cosa.
Volví a la sala y pude apreciar
los muebles y adornos que la hacían ser lo que era: al contrario de las
hermanitas eran todos antiguos, más de la época de sus abuelas que de ellas
mismas, pero de todas maneras no se veía a nadie y yo puedo atestiguar que en
todas mis observaciones previas, sin bien descuidadas de cualquier propósito
ulterior, que no lo tenía ni tengo, nunca pude ver más que a las propias chicas
y a nadie más, ni de la edad que debieran tener sus abuelas ni de ninguna
otra. Tampoco vi ningún teléfono. Ahora
pude reparar en una puerta a la que le había prestado atención y que estaba en
un lateral de la sala, era el comedor, con una mesa enorme rodeada por una
cantidad de sillas realmente incontable y entre un trinchante oscuro de roble y
un cristalero de vidrios biselados llenos de copas de cristal, una abertura, un
arco sin puerta abriéndose a un largo pasillo: lo que buscaba. Allí se veían de ambos lados varias puertas
todas cerradas menos la del fondo que deba a un baño y que estaba vacío en ese
momento.
Avancé por el pasillo sin dudar de mi suerte
pero por si acaso con la mayor precaución que podía desplegar para frenar un
poco la ansiedad.
En el momento en que pensaba que debía
encontrar la puerta detrás de la que estuviera
Jimena, la más próxima, la que estaba a mi derecha y a un paso de dónde
estaba, comenzó a abrirse lentamente y antes de que pudiera hacer el menor
movimiento apareció la ninfa del pelo renegrido sumariamente vestida con un
corpiño y unas braguitas tan pequeñas como pudiera pensarse. Me descubrió
inmediatamente pero la sorpresa estuvo de nuevo de mi lado: salté hacia ella,
la rodeé con los brazos y la empujé hacia el interior de la habitación que
resultó ser un dormitorio. Lanzó un grito ahogado y quiso desasirse pero no se
lo permití y la empujé sobre la cama. Trató de patearme sin lograrlo por lo
cerca que estábamos el uno del otro y en cuanto la apreté sobre la cama lanzó
un grito desesperado y le apliqué una trompada en la cara. Eso la aquietó por
unos instantes y me permitió
inmovilizarla como a la otra, atándola y poniéndole unos pañuelos que
encontré por allí dentro de la boca para impedir que gritara.
Entonces tuve tiempo para recorrer toda la casa
y tomar algunas precauciones: cerré con
llave todas las puertas que daban al exterior, entorné las persianas de las
ventanas y me asomé al fondo, donde tampoco había nadie. Me llamó la atención
que con una casa tan grande y antigua no tuvieran un perro guardián, cosa que
yo medio sabía de antes, pero que siempre pensé que podían tener en el fondo.
No fue así.
Tampoco vi teléfonos por ningún lado.
Probablemente se manejaban con celulares, más difíciles de encontrar. Ya vería.
Volví a la cocina: Carolina seguía donde la
había dejado. Me miró con sus ojos horrorizados.
Prendí la televisión y la dejé funcionar en el
canal que había aparecido, solo regulé el volumen en un nivel medio, que
contribuiría a enmascarar cualquier
conversación y aun algún grito no demasiado fuerte, sin llamar por eso la
atención. Después le saqué la venda de
la boca.
Inmediatamente me dijo:
-¿Qué quiere? ¿Por qué me ata? ¿Dónde está mi
hermana?
-Tranquila chica. Son muchas preguntas.
Volví a sacar el queso de la heladera y me
serví una porción generosa, total yo no tenía que pagarlo. También me serví un
vaso de refresco.
- ¿Querés un poco? – le ofrecí a la rubia pero
no pareció valorar el gesto.
- ¿Dónde está mi hermana?
- Duerme.
- ¿Qué le hizo? ¿Le hizo algo? ¿La lastimó?
- Epa, parece que te gusta las preguntas a repetición.
Así no me dan ganas de contestarte.
- ¿Dónde está mi hermana?
- Tranquila, ahora está durmiendo un rato, no
te preocupes.
- ¿Qué le hizo? ¿Cómo que está durmiendo?
- No le hice nada, ella, después que la até
prefirió dormir un rato.
-Miente, miente, ¿qué le hizo? Cómo va a
dormirse. Y usted ¿qué quiere de nosotras, por qué está haciendo esto?
La miré con atención, sin saber realmente a qué
se estaba refiriendo. Yo no había hecho nada.
- ¿Siempre reciben así a las visitas?
Después de todo ya me estaba cansando con
sus preguntas. Me acerqué a ella, se
revolvió en las ataduras con desesperación. Le miré las tetitas que la blusa
dejaba ver en parte: eran deliciosas, pero no dije nada. Me limité a ponerle
otra vez la venda en la boca. La rubia intentó morderme mientras lo hacía. Me
causó gracia y una especie de ternura: era brava y no se desmoronaba. Dejé prendida la televisión y me fui adonde
Jimena.
Había salido del desmayo.
Yo ya había adquirido experiencia así que no le
saqué la venda de la boca, cosa que si bien impidió la retahíla de preguntas y
de probables insultos, tuvo el inconveniente de no dejarme paladear sus gemidos
mientras le hacía el amor, pero de eso me di cuenta después, porque durante,
con semejante joyita, no tuve tiempo. Pi pi cu cu. Una maravilla, nunca taxi. Estuvo conciente durante todo el proceso, se
removió lo que le permitían las ataduras, que era poco, pero al final me dio la
impresión de que no le escapaba tanto a la cosa. Como si...
pero eso tal vez sea lo que yo inconscientemente deseaba y no lo que realmente sucedió.
Eso sí, le dejé suficiente de lo mío como para
que tuviera.
Después al reincorporarme vi que su cara se
contraía en una mezcla de dolor, asco y odio,
un odio tan reconcentrado que me desestabilizó
y me acerqué a ella, por encima de su cuerpo apoyándome en las rodillas, una a
cada lado del torso hasta llegar a la altura de su pecho, rozándole las tetas
con el miembro. Jimena abrió tan desmesuradamente los ojos que temí que le
diera un patatús. Junté fuerzas y le di un soberano piñón en la mandíbula. Ella
revolvió los ojos y se desmayó. Ahora su naturaleza tenía el tiempo necesario
para procesar lo que le había ocurrido.
Tal vez luego no lo viera tan mal como ahora.
- Hasta luego – le dije pero estoy seguro que
no me escuchó.
Estaba un poco cansado por el ajetreo pero
contento: no había andado errado cuando pensaba o más bien sentía, mirando la
casa desde la calle, la nostalgia del paraíso perdido. Ahora podía agregar, tal vez, que con un poco
de cuidado reencontraría el paraíso perdido, la tierra primera donde todo
estaba dado y al alcance de las manos, donde el hombre volvería a estar en el
lugar de privilegio entre todo lo creado.
Me metí en otro de los dormitorios y me aflojé
un poco, sacándome las zapatillas y la ropa y me eché en la cama a descansar.
Pero me faltaba algo así que me incorporé y volví a la cocina. La rubia, cuando
me vio la facha casi se desmaya pero la ignoré y rebusqué por ahí hasta que
encontré una botella de vino, la destapé y me volví a mi cama. Ahora si
estaba en condiciones de descansar como me lo merecía.
Cuando desperté estaba abrazado a la botella
vacía y se oía a lo lejos el murmullo de la televisión. Me dolía la cabeza a pesar de que el vino era de buena marca.
Me vestí y fui a ver a Jimena. Estaba donde la
había dejado y si no hubiera tenido la boca vendada creo que me hubiera
sonreído. Me incliné sobre ella y controlé las ataduras: todo estaba en orden.
Le di un besito, una chuponadita en cada pezón, estaban fláccidos y no me procuraron
casi ninguna sensación. Pensé para mi que pronto debería entusiasmarla para que eso cambiara, pero me
acordé de su hermana y sabía que era tiempo de ocuparme de ella.
Bajé a la cocina. Creo que nunca llegué tan
justo a ninguna parte. La rubia estaba en plena tarea de deshacerse de las
ataduras, caída en el suelo, todavía sujeta a la silla volcada, pero casi a
punto de liberarse. Salté sobre ella y con la botella vacía que llevaba en la
mano le di para que se calmara. El golpe le dio en la frente. La botella no se
rompió, por suerte, pensé después, porque el resultado me hubiera
desmoralizado. Solamente se le abrió un pequeño tajo, justo donde le nacían
los pelos teñidos. Se calmó
instantáneamente y aproveché para atarla debajo de la mesa de la cocina, una
extremidad a cada pata del mueble, que era pesado y robusto como correspondía a
su edad. Quedó en cruz como Tupac Amarú, pero con su atrayente cuerpo de
jovencita. Le sequé la sangre que manchaba su frente. Para no irritarla cuando despertase, me
adelanté a desnudarla y pude comprobar lo que sospechaba: no era rubia, su
color verdadero era ese azabache tan hermoso como el de su hermana. Después,
pensando en su comodidad, busqué un mantel en el aparador y lo puse entre su
cuerpo y el piso, para que no sufriera por el frío de los mosaicos. Quería que
estuviera lo más cómoda posible. Mimarla un poco. Me gustaría que ella tuviera
una respuesta distinta de la de Jimena, pero eso no puede obligarse, hay que
conseguirlo por otros medios. Total no perdía nada con intentarlo.
Me tendí al lado de ella y la observé. La
pelusilla de sus brazos era tenue y mucho más clara que la de su pubis.
Recordé, de no se dónde, la expresión pubis angelical. Verdaderamente
angelical, destinado a ser ofrecido en el altar de los dioses. Y también le
miré la tetitas, no tan chiquitas, tal vez lo que me llevaba a llamarlas en
diminutivo fuera su aspecto inocente,
limpio, el aspecto de no haber sido nunca empleadas para su función natural,
pero eso sí, con los pezones erectos y duros, tal vez provocado por el frío del
embaldosado.
Bueno, esperaría a que se despertase.
Mientras calmaría el hambre que me apretaba el
estómago desde que me había despertado.
Viendo la televisión me di cuenta que ya
estábamos en el día siguiente, las diez de la mañana. Con razón tenía
hambre. Salvo por el queso no había
comido nada desde la víspera.
Revolví la heladera y encontré un par de bifes,
huevos, tomates. Estaba de suerte.
Mientras los bifes chirriaban en la plancha me freí un par de huevos y
me senté a comerlos; podía ver desde donde estaba sentado las ataduras de
Carolina , no a ella que estaba justo debajo de mi plato, la placa de madera de
la mesa de por medio. La situación era graciosa y lancé una carcajada. Un
gemido apagado vino desde abajo. Me asomé.
Carolina había despertado y se removía con fiereza, tanta que la mesa
comenzó a deslizarse suavemente hacia un costado.
- Quedate quieta por que si no voy a tener que
darte otra.
Me asomé, tenía los ojos desmesuradamente
abiertos. Me preocupé, a ver si la tarada me aguaba la fiesta.
- Calmate nena. No te hagas mala sangre, que
las cosas no están tan mal y hasta creo que vas a llegar a divertirte.
Volvió a removerse y tironear de las ataduras.
Me levanté:
- Ya deben estar los bifes. Ves, si no
fueras tan arisca te convidaba con uno, pero así comprenderás que no puedo
confiar en vos.
Ella siguió removiéndose. Le di una
patada en la cintura y se aquietó de
inmediato. Traté que fuera una advertencia, no de lastimarla. Su piel,
ligeramente tostada por el sol, se puso roja en el lugar de la patada. Me quedé
admirándola un momento, era muy bella y todo su cuerpo componía una sinfonía
sin estridencias ni opacidades. No tenía ripios. No había nada de más.
Me tragué la carne con la ayuda
inapreciable de un tintillo muy fino que encontré en una alacena. Puta que
vivían bien este par de guachas. Después me hice un café pero me salió hervido
y fuerte, un asco. Eso me recordó que me hacía falta una mano de mujer para que
mi vida fuera plena y gozosa. ¿La encontraría en estas dos? En este momento me
era muy difícil contestar esta simple pregunta, por lo que la dejé pendiente
para más adelante. Siempre pienso que el futuro debe obligatoriamente llenar
los huecos de este presente incierto e incompleto. Un amigo me dijo una vez que
yo era la imagen del perfecto optimista, pero en realidad lo que soy es ser un
adepto a la máxima “ayúdate, que dios te ayudará”. Últimamente, desde que no tengo más a los
viejos, no he hecho más que comprobar su validez: por supuesto, hay que ser
meticuloso y ocuparse personalmente de lo que debe salir bien, hay que atenerse
a lo que uno sabe y obrar en consecuencia. No dejar flecos colgando por todas
partes y elegir las acciones no por gusto sino por la efectividad demostrada.
Especialmente cuidar que los sentimientos o los anhelos no se interpongan en el
programa de acciones proyectadas; jamás hay que cambiar una acción basados
única y espontáneamente en alguna impresión extemporánea.
Un rato después de almorzar les di de
beber a mis dos cachorritas, no fuera que se deshidrataran. Estuvieron bastante
sosegadas, tal vez tenían mucha sed. Las volví a amordazar y ninguna de las dos
aprovechó para gritar ni nada parecido. Pensé en una especie de tregua, pero en
el fondo sabía que todo era muy engañoso y no debía confiarme.
Después de eso le di una recorrida a la
casa, bien a fondo; encontré varias cosas interesantes, dinero, bastante
dinero, algunas joyitas, una revista porno escondida en un placard –después voy
a indagar a cuál de las dos pertenece – y en un sótano cuya puerta trampa se
abre en un cuarto muy abandonado y lleno de trastos, un sótano con una muy
apreciable colección de vinos, dos jamones colgando, varias docenas de
salamines y un surtido impresionante de cacharros, cajas de cartón y
herramientas de jardín, y vigilándolo todo en la oscuridad un maniquí
desvencijado, con el relleno de aserrín brotándole de la cintura. Alguien con
sentido del humor le había adosado una cabeza fabricada con una cáscara de
zapallo verde en la que estaban pintados unos bigotes a lo Dalí y unos ojos
calados de una profundidad insondable. Qué raras me estaban resultando estas
hermanitas, cada vez más se asemejaban a un par de personajes de novela de
misterio, veladas por actos indescifrables o silencios sin motivo o llenos de
inconfesables historias. Aunque, me dije después de pensarlo un poco, siempre
son así los otros, un enigma para uno, personas a las que hay que descifrar y
trabajosamente llegar a comprender aunque sea un mínimo de todo su imponente
edificio. Verlos actuar, reaccionar, dialogar.
Cosa que con estas hermanitas iba a ser muy difícil, ya lo sabía desde
el inicio.
De todas maneras cada vez me sentía más
contento de estar allí y poder hurgar en esas vidas tan ajenas. Claro que mi
método no era muy sutil, pero a la larga, creo, va a dar el resultado deseado.
Y en el camino va a procurarme algunos momentos placenteros, similares al que
ya había tenido.
Volví a la cocina. Carolina estaba dormida. Me pareció que el
momento de la rubia había llegado.
Me acosté en el suelo, a su lado.
Estaba extrañamente calma, despierta pero
calma, los ojos abiertos mirando hacia arriba, hacia la parte inferior de las
tablas que componían la mesa de la cocina. Puse mi boca contra su oreja y le
susurré con voz de teleteatro:
- Carolina. Carolina. ¿Quién te hizo tan hermosa, quién
te condenó a ser tan atractiva?
Ella se mantuvo inmóvil, salvo un pequeño
temblor en sus párpados que noté por estar mi cara pegada a la de ella. El ojo más cercano sufría unos casi
imperceptibles tics, como queriendo girar hacia mi lado y siendo reprimido una
y otra vez, obligado a volver a mirar hacia arriba y desentenderse de lo que
sucedía a su lado. Me causó algo de pena tanto esfuerzo por minimizar lo que
debía aterrarla seguramente: lo que se venía. Y comprendí que otra vez debía
remar contra la corriente, que no habría empatía y que el placer, como casi
siempre, iba a ser solitario. Eso me puso de mal humor y traté de controlarme,
porque deseaba una relación suave,
prolongada, sin apuro, en la que se pudiera paladear cada movimiento, cada
idea, cada segundo transcurrido, volver consciente al tiempo en el movimiento
de cada músculo, en el roce de cada centímetro de piel, detenerlo prácticamente
al apoyar los labios sobre sus lugares más sensibles, deslizarlos eternamente
en el más minúsculo trayecto que llevara al éxtasis más profundo e inapresable,
transformar en inacabable el deleite más efímero.
¡Carolina! Cuantos deseos alrededor de tu
nombre, cuanta desdicha en la realidad verdadera, en la situación. Pero
esa era mi obra y debía continuar de la manera que fuera y continuó, vaya si continuó. Carolina resistió como pudo, no se entregó en
ningún momento pero yo seguí adelante, olvidando mis pretenciosos sueños y
tratando de sacar el mayor fruto posible de las circunstancias. Ella era muy
joven, estrecha y virgen, así que sufrió bastante cuando finalmente la penetré
y a partir de allí, a partir de dejar de ser virgen, todo se le hizo muy cuesta
arriba. No le saqué la mordaza porque me hubiera aturdido y desconcentrado con
sus gritos, pero sus ojos lo decían todo.
Se le inyectaron en sangre y desorbitaron al máximo, parecían que iban a
estallar. Lo curioso, pensé después, es que no lloraron, en ningún momento
soltó sus lágrimas. Lástima, porque hubiera sido mejor que llorara, se hubiera
descargado un poco a través de esas gotitas calientes que se llevan parte de
las desdichas. Yo tuve lo mío, no tanto
lo como había pensado, ya lo dije, pero de todas maneras por lo menos tan bueno
como con la otra. ¡Gloria a Dios en las alturas! Miserias de este mundo, por
más que uno planifique y se desviva por
algo, las cosas van a ser como quieren ser y nada las va a sacar de ese lugar. Cuando terminé busqué otra botella del
magnífico vino que había allí y rumbié para mi pieza a descansar. Es
verdad que el amor es una de las tareas más cansadoras que hay. Ni me acordé de
Jimena.
Algunas veces el sueño me hace fintas,
verónicas de torero enamorado, y tarda siglos en venir y mi pensamiento se vuelve
absurdo o melodramático o agorero, o todo junto, poniéndome más nervioso a cada
minuto y en esta serpiente que se muerde la cola se vuelve casi imposible el simple hecho de
dormir. Al final, terriblemente cansado, me duermo con un sueño de mierda, a
tirones, a saltos, que no me descansa en absoluto. Otra veces, como creo que sucedió ahora, me
duermo inmediatamente y caigo en un pozo profundo lleno de historias y de
personajes dignos de un gran imaginador, con tendencias terroríficamente
perversas – Entre paréntesis, creo que de aquí salen ciertas actitudes mías que
algunos puristas podrían reputar como criticables o algo malintencionadas
– Esta vez, creo, el sueño llegó rápido
y lleno de cosas: el lugar,
ese lugar precisamente, que mamá me había admonisado como prohibido, justamente
ese lugar que no se podía pisar y en el cual yo, se podía decir, estaba
zapateando con frenesí, al principio solo, y luego rodeado poco a poco por una multitud de
presencias más y más tangibles, que llevaban el ritmo de los zapateos con un
batir de palmas que sonaban con reminiscencias metálicas, cada vez más rápidas
y que se me hacía difícil seguir. Yo sabía que debía recordar algo, era muy
importante, casi esencial para seguir adelante, cosa que significaba, tal vez, escapar
de ese lugar que mamá me había prohibido, que no sabía cuál era, pero no debía
pisarlo, no debía mirarlo, y eso que mamá en realidad era muy permisiva, y el
batir de palmas se hacía infernal, infernal y nauseabundo, la verdad era un sueño que nunca me había poseído con
tanta intensidad y me revolvía y chocaba con esas presencias que no lograba
ver, pero que estaban allí sin duda y el olor era indiscutible y esas volutas
azules que se retorcían y se iluminaban a trozos, como columnas salomónicas, girando
sobre sí mismas hasta no saber cuál era la vertical y cómo hacer para mantener
el equilibrio, en el borde de algo filoso, duro, aguzado y frío.
Que resultó ser la punta de un enorme
cuchillo de cocina apoyado en mi garganta y al extremo del cual se encontraba
Carolina, la cara abotagada y rabiosa de Carolina aparecía en el preciso lugar
donde se acababa el mango del cuchillo, retorcida en una sonrisa azufrada y
llena de una especie de chispas sin llama, que se desprendían silenciosamente
de su piel y caían hacia abajo apagándose en el camino. Tenía el cabello
revuelto y electrizado, casi blanco o tal vez era la luz de una lamparita que,
desde mi posición, parecía estar conectada un poco más arriba de su nuca y que
oscilaba de un lado a otro, bandeando las sombras por las paredes, paredes que
no eran las de la pieza dónde me había dormido, estábamos en otro lado, no se
dónde aunque tal vez sabía, si lograba descifrar esos ojos calados que me
miraban desde arriba de unos bigotes a lo Dalí que ya había visto en alguna
parte.
- ¿Y ahora? –dijo la rubia, entrechocando
las palabras contra los dientes en los que se notaban rastros de sangre seca o
pintura de los labios corrida.
- Ahora chocolate – dije con mi mejor
humor, algo de lo último que me iba quedando. Creo que a medida que pasaban los
segundos iba recobrando la cordura o mejor dicho la lucidez, después de una
dormida fenomenal e inesperada. Mejor
dicho, lo inesperado fue su conclusión y
esto de ahora, esa cara cerniéndose sobre mí.
- Creo que no entendés, hijo de puta. La
tortilla se dio vuelta.
La cuchilla presionó mi garganta y un
ardor no calculado casi me obliga a toser. Me contuve: cualquier movimiento
aumentaría la presión de la cuchilla.
Traté de no ceder a la situación
y con mi mejor cara de poker le pregunté:
- ¿Y tu hermana? – La cara de Carolina se
contrajo de tal manera que me permitió adivinar el futuro.
- Aquí estoy - dijo alguien detrás de mi cabeza.
- No te veo, mi querida. ¿Cómo estás? Te
juro que me muero por verte.
- Morir te vas a morir igual, me veas o
no me veas – dijo la voz detrás de mi cabeza.
Esto se estaba poniendo aburrido así que
decidí callar por un momento y pensar. Esa ha sido siempre mi característica,
la que por otra parte me trajo hasta aquí, detenerme y pensar, pensar antes de
seguir a tontas por algún camino que no se presente demasiado acogedor, o
también si la acogida es demasiado
generosa, como esta de ahora.
Pero las hermanitas no me dieron
demasiado tiempo para pensar. Intenté moverme pero estaba absolutamente
inmovilizado, los brazos detrás de la espalda y los tobillos conectados por
detrás también con el cuello: una monada, un trabajito profesional, seguramente
dictado por el odio. Malo, malo, malo, no se debe confiar en el odio: ni los que odian ni los
que son odiados. Pero por el momento allí estaba, matambreado por dos
aprendices adelantadas que al parecer ya habían consensuado sus planes.
- Ahora vas a ejercitar las cuerdas
vocales, hijo de puta –dijo Carolina con esa vocecita suya tan aterciopelada.
Ahí se me hizo claro dónde estábamos y el
por qué no temían que gritara. O como comprendí inmediatamente deseaban que lo
hiciera: Jimena apareció desde atrás y
con unas tijeras de sastre me abrió todo el pantalón, hasta las rodillas y
luego destrozó meticulosamente el calzoncillo.
Así quedé expuesto a la más desalentadora de las miradas o tal vez la
más codiciosa, la que procuraba decidir a la vista del campo de batalla. Ganó Carolina que con envidiable rapidez y
frialdad tomó mi prepucio, tensándolo hacia arriba le asestó una cuchillada horizontal,
circuncidándome de un solo golpe. Por supuesto que grité como ellas esperaban,
el dolor me recorrió todo el cuerpo y me volvió más consciente todavía de las
ataduras y limitaciones de mi posición. Hubiera dado no se qué por tener las
manos libres para llevarlas hacia mi pene y oprimirlo lo más fuerte posible
para atenuar el dolor. La sangre caliente se deslizaba por mis testículos
cuando una Carolina exultante advirtió:
- Segundo acto, más de lo mismo.
Y llevó la mano libre otra vez a la punta
de mi pene, tirándo hacia arriba y otra vez la cuchilla se deslizó en el aire
como una exhalación y otra vez un dolor
increíble agonizó en mi garganta, al tiempo que entreveía en la mano de la
verdugo un trocito de carne sanguinolenta que me había pertenecido. Creo que me
desmayé porque lo siguiente que se materializó en mi pantalla fue la cara de
Jimena con una sonrisa generosa y
confiada. Estaba hablando pero no logré entender lo que decía, un poco
omnubilado por el recuerdo del pasado que iba volviendo y otro poco porque sus
propias carcajadas deformaban su voz.
¿Qué había quedado de la dulce Jimena de
nuestra relación en su cama? ¿Ya se
había olvidado de todo, la ingrata?
Pensé que algo no estaba encajando en el
cuadro de situación hasta que un ardor creciente y unos latidos desencajados en
la ingle terminaron por situarme.
En esto de vivir al día se juega mucho de
nuestro destino y cualquier cosa que lo distraiga a uno de eso debe ser
desechada de inmediato, so pena de perder el paso y con el paso la propia vida.
Afortunadamente mi desconcierto había durado poco, si bien había que agregarle
el período indeterminado en que estuve desmayado. Mi mente se despertó de su
sopor y comenzó a idear la forma de escapar al destino manifiesto a que me
tenía condenado las hermanitas. Sabía que mencionar mis deseos equivalía a
condenarlos, así que deseché pedir cualquier cosa ni mostrar interés por nada.
Debía, eso sí, decidir con rapidez, ya que el camino que las muchachitas
seguían era perentorio y no me quedaba mucho tiempo.
- Por fin te despertaste, hijo de puta –
Carolina apareció en mi ángulo de visión – No creo que debas alegrarte, pero ya
que estás otra vez aquí podemos seguir. -
Empuñaba todavía el cuchillo de cocina, manchado ahora con mi
sangre.
Era muy peligroso pero me pareció la
única salida, para bien o para mal. Cuando ella, como lo esperaba tendió la
mano y aferró lo que quedaba de mi virilidad, yo salté encima de ella girándo y
dando mi espalda contra su frente. Eso
la sorprendió y caímos los dos sobre el
suelo y mientras ella trataba de safar de la posición en que había quedado yo
restregaba torpemente mis brazos contra dónde suponía que debía estar su mano
con el cuchillo. No había calculado mal si puedo juzgar por el dolor que me
produjeron los varios cortes en los brazos, hasta que ella logró sacarme de
encima e incorporarse. Supe que no debía permitirlo y mientras me preguntaba
instintivamente dónde estaba Jimena, me arrojé otra vez contra ella, que fue,
en definitiva, arrojarme contra su cuchilla. Yo estaba de rodillas por las
ataduras, así que caí con mi hombro derecho sobre el cuchillo. Ella se mantuvo
firme y el dolor fue todo mío y en ese momento comprendí por qué no la veía a
Jimena ya que algo me golpeó en la nuca dos veces, o por lo menos hasta ahí
recuerdo. Cuando volví estaba otra vez en la mesa de operaciones y ahora habían
corregido los errores de la primera vez y unas cintas de cortina me aseguraban
a ella, de tal manera que algo hizo clic en mi mente y comencé a ver con
claridad que el fin había llegado, si no el fin de los sufrimientos, por lo
menos el fin de las esperanzas y recordando la vieja sabiduría de mi madre, me
dispuse a aceptar lo que se me venía encima. No es fácil, la resignación no fue
nunca mi fuerte, pero en definitiva eso es la vida, aprender siempre, cada vez,
que se puede avanzar un paso más en la degradación, en la pérdida, en la
renuncia.
- A ver, chicas, ¿dónde se han
metido? - la voz me salía bastante
normal, habida cuenta de los sucesos y de la consecuencia de los sucesos –
Vamos, que tienen que terminar el trabajo. Es hora de finiquitar lo que
comenzaron. Y si no se atreven a seguir, libérenme para que les haga el amor
otra vez.
No hubo falta de seguir arengándolas.
Allí venían, esplendentes en su belleza, apenas opacadas por las herramientas
que traían en las manos. Carolina con
una sierra para metales y la famosa cuchilla de la que, aparentemente, no podía
desprenderse, y Jimena con una pinza pico de loro y una tenaza enorme, que
francamente no sé de dónde la habría sacado.
Supongo que no había ido de compras a la ferretería. De todos modos su
cita era conmigo. Esas dos preciosuras venían conmigo. Para bien o para mal.