lunes, 23 de septiembre de 2013

 LAS    HERMANITAS



Cada vez que pasaba delante de la casa de las hermanitas *** un dejo de nostalgia por el paraíso perdido me envolvía el ánimo, dejando en segundo plano el interés intrínseco por las propias doncellas, en el caso que lo fueran.  Es que era una casa extraordinaria, situada en una cuadra especial de un no menos destacado barrio: entendámonos, nada de lujos u ostentación, simplemente un barrio tranquilo, una calle muy arbolada y la casa, ah, la casa, antigua, de anchas paredes grises, la puerta del frente de metal, altísima, adornada y protegida por rejas forjadas, ventanas con postigones metálicos antiguos y jardines todo alrededor, los delanteros siempre con flores y enredaderas de nombres hace tiempo olvidados adosándose a las paredes con amorosa solicitud; arbustos y pequeños árboles salpicados aquí y allá y una fronda umbrosa que se adueña con libertad de los fondos.  La casa era de una sola planta, de techo plano seguramente con acceso a la azotea, aunque desde el frente es imposible saberlo con certeza.  Las hermanas son dos adolescentes muy desinhibidas, Carolina y Jimena, una con el pelo renegrido como la esperanza después de los sesenta años, Jimena, y la otra rubia, teñida, un rubio oscuro virando a un pelirrojo muy suave, tan suave como las curvas que las dos disfrutaban insinuar cada vez que se muestran en un mandado u otras salidas casi siempre injustificadas desde el punto de vista de un observador casual.  Pero se ve que les gusta mostrarse sin ofrecerse, aunque sean muy pocos de esos observadores los que puedan apreciar la diferencia.  Yo siempre pude y puedo, pero para seguir adelante debo despreciar ese conocimiento y responder solamente a los instintos.  Ellos no fallan y me dicen qué hacer y en ese quehacer generalmente encuentro mi satisfacción.  En el caso de las hermanitas, muy ligado a la nostalgia de la que hablaba al principio, todo se desarrolló sin demasiado pensamiento, sin ninguna clase de preparación.
Una tarde preciosa en la que el sol aparecía y desparecía alternadamente entre las nubes y que la brisa leve refrescaba todo el ámbito de la calle y se colaba sin pedir permiso en los jardines vecinos, detuve mi mierdoso paseo en la puerta de las hermanitas y sin saber muy bien por qué toqué el timbre.  Sin esperar a que abrieran la puerta de la casa, pasé la reja del cerco que estaba sin llave, y caminé los pocos metros que me separaban de la puerta principal. Cuando llegaba a ella sentí que abrían una de las ventanas del costado y una voz cantarina preguntó:
-¿Quién es? – yo me quedé inmóvil junto a la puerta. La de la voz no podía verme y tampoco veía a nadie afuera, junto al timbre. No sé por qué no le contesté.
Luego la ventana se cerró y para mi sorpresa escuché el ruido que hacían los cerrojos al ser descorridos del lado de adentro de la puerta.  Sin tiempo para tomar ninguna decisión, la puerta se abrió y una rubia se materializó frente a mí. Sin vacilar pero también sin brusquedad, la aparté con la mano y entré.  Carolina abrió grandes los ojos y cuando la boca se torcía como para emitir algo, la tomé del brazo apartándola del vano y cerré la puerta de un empujón.  Antes que pudiera reaccionar la abracé de costado con mi brazo derecho.
- No grites – le dije – No hagas nada.
Ella temblaba.  Estaba vestida con unos jeans gastados y una blusa holgada sin nada abajo.
Finalmente emitió un leve quejido casi inaudible. Me dio un poco de pena.
- No tengas miedo, no pasa nada – ella no me miraba, tenía la vista clavada en el piso -¿Dónde está tu hermana?
No me contestó enseguida.
- Vamos, decime dónde está tu hermana.
Otro gemido.
La sacudí un poco con el brazo que la retenía.
- No tengo ninguna hermana.
- ¿Dónde está Jimena?  Y no juegues conmigo.
Ella sollozó levemente y dijo con voz lastimera.
- Qué quiere? ¿Por qué hace esto?
- ¿Esto? No estoy haciendo nada.
- Entonces suélteme. – su voz se hizo imperativa pero seguía temblando.
- Vení – y tironeé de ella hacia el fondo de la habitación donde estábamos, una especie de vestíbulo seguido de una sala muy amplia; hacia el fondo se veían dos puertas y hacia allí la llevé - ¿Dónde es la cocina?
Ella no me contestó pero vi su mirada dirigirse hacia la puerta de la izquierda.  Efectivamente allí estaba la cocina, también muy amplia, a la antigua, llena de armarios de madera, mesadas de mármol casi negro y dos cocinas, una a gas, moderna, y otra económica, de fundición, a leña.  Sin soltarla rebusqué por todos lados hasta que encontré un  ovillo de hilo sisal en uno de los cajones.  La obligué a sentarse en una  silla y la até prolijamente con el hilo puesto triple.  Después encontré un rollo de cinta y le vendé la boca con varias vueltas para impedir que gritara.
Seguía sin pensar, sin tener un plan o una idea preconcebida.  Abrí la heladera y encontré unos pedazos de queso.  Corté un poco y comí. De reojo vi a mi rubia como se desorbitaba cuando empuñe el cuchillo para atacar el queso. ¡Diablos! La gente no se da cuenta como sugiere su propia perdición.
- Enseguida vuelvo – le anuncié a la rubia para que no creyera cualquier cosa.
Volví a la sala y pude apreciar los muebles y adornos que la hacían ser lo que era: al contrario de las hermanitas eran todos antiguos, más de la época de sus abuelas que de ellas mismas, pero de todas maneras no se veía a nadie y yo puedo atestiguar que en todas mis observaciones previas, sin bien descuidadas de cualquier propósito ulterior, que no lo tenía ni tengo, nunca pude ver más que a las propias chicas y a nadie más, ni de la edad que debieran tener sus abuelas ni de ninguna otra.  Tampoco vi ningún teléfono. Ahora pude reparar en una puerta a la que le había prestado atención y que estaba en un lateral de la sala, era el comedor, con una mesa enorme rodeada por una cantidad de sillas realmente incontable y entre un trinchante oscuro de roble y un cristalero de vidrios biselados llenos de copas de cristal, una abertura, un arco sin puerta abriéndose a un largo pasillo: lo que buscaba.  Allí se veían de ambos lados varias puertas todas cerradas menos la del fondo que deba a un baño y que estaba vacío en ese momento.
Avancé por el pasillo sin dudar de mi suerte pero por si acaso con la mayor precaución que podía desplegar para frenar un poco la ansiedad.  
En el momento en que pensaba que debía encontrar la puerta detrás de la que estuviera  Jimena, la más próxima, la que estaba a mi derecha y a un paso de dónde estaba, comenzó a abrirse lentamente y antes de que pudiera hacer el menor movimiento apareció la ninfa del pelo renegrido sumariamente vestida con un corpiño y unas braguitas tan pequeñas como pudiera pensarse. Me descubrió inmediatamente pero la sorpresa estuvo de nuevo de mi lado: salté hacia ella, la rodeé con los brazos y la empujé hacia el interior de la habitación que resultó ser un dormitorio. Lanzó un grito ahogado y quiso desasirse pero no se lo permití y la empujé sobre la cama. Trató de patearme sin lograrlo por lo cerca que estábamos el uno del otro y en cuanto la apreté sobre la cama lanzó un grito desesperado y le apliqué una trompada en la cara. Eso la aquietó por unos instantes y me permitió   inmovilizarla como a la otra, atándola y poniéndole unos pañuelos que encontré por allí dentro de la boca para impedir que gritara.
Entonces tuve tiempo para recorrer toda la casa y tomar algunas precauciones:  cerré con llave todas las puertas que daban al exterior, entorné las persianas de las ventanas y me asomé al fondo, donde tampoco había nadie. Me llamó la atención que con una casa tan grande y antigua no tuvieran un perro guardián, cosa que yo medio sabía de antes, pero que siempre pensé que podían tener en el fondo. No fue así.
Tampoco vi teléfonos por ningún lado. Probablemente se manejaban con celulares, más difíciles de encontrar. Ya vería.
Volví a la cocina: Carolina seguía donde la había dejado. Me miró con sus ojos horrorizados.
Prendí la televisión y la dejé funcionar en el canal que había aparecido, solo regulé el volumen en un nivel medio, que contribuiría  a enmascarar cualquier conversación y aun algún grito no demasiado fuerte, sin llamar por eso la atención.  Después le saqué la venda de la boca.
Inmediatamente me dijo:
-¿Qué quiere? ¿Por qué me ata? ¿Dónde está mi hermana?
-Tranquila chica.  Son muchas preguntas.
Volví a sacar el queso de la heladera y me serví una porción generosa, total yo no tenía que pagarlo. También me serví un vaso de refresco.
- ¿Querés un poco? – le ofrecí a la rubia pero no pareció valorar el gesto.
- ¿Dónde está mi hermana?
- Duerme.
- ¿Qué le hizo? ¿Le hizo algo? ¿La lastimó?
- Epa, parece que te gusta las preguntas a repetición. Así no me dan ganas de contestarte.
- ¿Dónde está mi hermana?
- Tranquila, ahora está durmiendo un rato, no te preocupes.
- ¿Qué le hizo? ¿Cómo que está durmiendo?
- No le hice nada, ella, después que la até prefirió dormir un rato.
-Miente, miente, ¿qué le hizo? Cómo va a dormirse. Y usted ¿qué quiere de nosotras, por qué está haciendo esto?
La miré con atención, sin saber realmente a qué se estaba refiriendo. Yo no había hecho nada.
- ¿Siempre reciben así a las visitas?
Después de todo ya me estaba cansando con sus preguntas. Me acerqué a ella,  se revolvió en las ataduras con desesperación. Le miré las tetitas que la blusa dejaba ver en parte: eran deliciosas, pero no dije nada. Me limité a ponerle otra vez la venda en la boca. La rubia intentó morderme mientras lo hacía. Me causó gracia y una especie de ternura: era brava y no se desmoronaba.  Dejé prendida la televisión y me fui adonde Jimena.
Había salido del desmayo.
Yo ya había adquirido experiencia así que no le saqué la venda de la boca, cosa que si bien impidió la retahíla de preguntas y de probables insultos, tuvo el inconveniente de no dejarme paladear sus gemidos mientras le hacía el amor, pero de eso me di cuenta después, porque durante, con semejante joyita, no tuve tiempo.  Pi pi cu cu. Una maravilla, nunca taxi.  Estuvo conciente durante todo el proceso, se removió lo que le permitían las ataduras, que era poco, pero al final me dio la impresión de que no le escapaba tanto a la cosa. Como si...
pero eso tal vez sea lo que yo inconscientemente  deseaba y no lo que realmente sucedió.
Eso sí, le dejé suficiente de lo mío como para que tuviera.
Después al reincorporarme vi que su cara se contraía en una mezcla de dolor, asco y odio,
un odio tan reconcentrado que me desestabilizó y me acerqué a ella, por encima de su cuerpo apoyándome en las rodillas, una a cada lado del torso hasta llegar a la altura de su pecho, rozándole las tetas con el miembro. Jimena abrió tan desmesuradamente los ojos que temí que le diera un patatús. Junté fuerzas y le di un soberano piñón en la mandíbula. Ella revolvió los ojos y se desmayó. Ahora su naturaleza tenía el tiempo necesario para procesar lo que le había ocurrido.  Tal vez luego no lo viera tan mal como ahora.
- Hasta luego – le dije pero estoy seguro que no me escuchó.
Estaba un poco cansado por el ajetreo pero contento: no había andado errado cuando pensaba o más bien sentía, mirando la casa desde la calle, la nostalgia del paraíso perdido.  Ahora podía agregar, tal vez, que con un poco de cuidado reencontraría el paraíso perdido, la tierra primera donde todo estaba dado y al alcance de las manos, donde el hombre volvería a estar en el lugar de privilegio entre todo lo creado.
Me metí en otro de los dormitorios y me aflojé un poco, sacándome las zapatillas y la ropa y me eché en la cama a descansar. Pero me faltaba algo así que me incorporé y volví a la cocina. La rubia, cuando me vio la facha casi se desmaya pero la ignoré y rebusqué por ahí hasta que encontré una botella de vino, la destapé y me volví a mi cama. Ahora si estaba en condiciones de descansar como me lo merecía.
Cuando desperté estaba abrazado a la botella vacía y se oía a lo lejos el murmullo de la televisión. Me dolía la cabeza  a pesar de que el vino era de buena marca.
Me vestí y fui a ver a Jimena. Estaba donde la había dejado y si no hubiera tenido la boca vendada creo que me hubiera sonreído. Me incliné sobre ella y controlé las ataduras: todo estaba en orden. Le di un besito, una chuponadita en cada pezón, estaban fláccidos y no me procuraron casi ninguna sensación. Pensé para mi que pronto debería  entusiasmarla para que eso cambiara, pero me acordé de su hermana y sabía que era tiempo de ocuparme de ella.
Bajé a la cocina. Creo que nunca llegué tan justo a ninguna parte. La rubia estaba en plena tarea de deshacerse de las ataduras, caída en el suelo, todavía sujeta a la silla volcada, pero casi a punto de liberarse. Salté sobre ella y con la botella vacía que llevaba en la mano le di para que se calmara. El golpe le dio en la frente. La botella no se rompió, por suerte, pensé después, porque el resultado me hubiera desmoralizado. Solamente se le abrió un pequeño tajo, justo donde le nacían los  pelos teñidos. Se calmó instantáneamente y aproveché para atarla debajo de la mesa de la cocina, una extremidad a cada pata del mueble, que era pesado y robusto como correspondía a su edad. Quedó en cruz como Tupac Amarú, pero con su atrayente cuerpo de jovencita. Le sequé la sangre que manchaba su frente.  Para no irritarla cuando despertase, me adelanté a desnudarla y pude comprobar lo que sospechaba: no era rubia, su color verdadero era ese azabache tan hermoso como el de su hermana. Después, pensando en su comodidad, busqué un mantel en el aparador y lo puse entre su cuerpo y el piso, para que no sufriera por el frío de los mosaicos. Quería que estuviera lo más cómoda posible. Mimarla un poco. Me gustaría que ella tuviera una respuesta distinta de la de Jimena, pero eso no puede obligarse, hay que conseguirlo por otros medios. Total no perdía nada con intentarlo.
Me tendí al lado de ella y la observé. La pelusilla de sus brazos era tenue y mucho más clara que la de su pubis. Recordé, de no se dónde, la expresión pubis angelical. Verdaderamente angelical, destinado a ser ofrecido en el altar de los dioses. Y también le miré la tetitas, no tan chiquitas, tal vez lo que me llevaba a llamarlas en diminutivo fuera su aspecto  inocente, limpio, el aspecto de no haber sido nunca empleadas para su función natural, pero eso sí, con los pezones erectos y duros, tal vez provocado por el frío del embaldosado.
Bueno, esperaría a que se despertase.
Mientras calmaría el hambre que me apretaba el estómago desde que me había despertado.
Viendo la televisión me di cuenta que ya estábamos en el día siguiente, las diez de la mañana. Con razón tenía hambre.  Salvo por el queso no había comido nada desde la víspera.
Revolví la heladera y encontré un par de bifes, huevos, tomates. Estaba de suerte.  Mientras los bifes chirriaban en la plancha me freí un par de huevos y me senté a comerlos; podía ver desde donde estaba sentado las ataduras de Carolina , no a ella que estaba justo debajo de mi plato, la placa de madera de la mesa de por medio. La situación era graciosa y lancé una carcajada. Un gemido apagado vino desde abajo. Me asomé.  Carolina había despertado y se removía con fiereza, tanta que la mesa comenzó a deslizarse suavemente hacia un costado.
- Quedate quieta por que si no voy a tener que darte otra.
Me asomé, tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Me preocupé, a ver si la tarada me aguaba la fiesta.
- Calmate nena. No te hagas mala sangre, que las cosas no están tan mal y hasta creo que vas a llegar a divertirte.
Volvió a removerse y tironear de las ataduras. Me levanté:
- Ya deben estar los bifes. Ves, si no fueras tan arisca te convidaba con uno, pero así comprenderás que no puedo confiar en vos.
Ella siguió removiéndose. Le di una patada  en la cintura y se aquietó de inmediato. Traté que fuera una advertencia, no de lastimarla. Su piel, ligeramente tostada por el sol, se puso roja en el lugar de la patada. Me quedé admirándola un momento, era muy bella y todo su cuerpo componía una sinfonía sin estridencias ni opacidades. No tenía ripios. No había nada de más.
Me tragué la carne con la ayuda inapreciable de un tintillo muy fino que encontré en una alacena. Puta que vivían bien este par de guachas. Después me hice un café pero me salió hervido y fuerte, un asco. Eso me recordó que me hacía falta una mano de mujer para que mi vida fuera plena y gozosa. ¿La encontraría en estas dos? En este momento me era muy difícil contestar esta simple pregunta, por lo que la dejé pendiente para más adelante. Siempre pienso que el futuro debe obligatoriamente llenar los huecos de este presente incierto e incompleto. Un amigo me dijo una vez que yo era la imagen del perfecto optimista, pero en realidad lo que soy es ser un adepto a la máxima “ayúdate, que dios te ayudará”.  Últimamente, desde que no tengo más a los viejos, no he hecho más que comprobar su validez: por supuesto, hay que ser meticuloso y ocuparse personalmente de lo que debe salir bien, hay que atenerse a lo que uno sabe y obrar en consecuencia. No dejar flecos colgando por todas partes y elegir las acciones no por gusto sino por la efectividad demostrada. Especialmente cuidar que los sentimientos o los anhelos no se interpongan en el programa de acciones proyectadas; jamás hay que cambiar una acción basados única y espontáneamente en alguna impresión extemporánea.
Un rato después de almorzar les di de beber a mis dos cachorritas, no fuera que se deshidrataran. Estuvieron bastante sosegadas, tal vez tenían mucha sed. Las volví a amordazar y ninguna de las dos aprovechó para gritar ni nada parecido. Pensé en una especie de tregua, pero en el fondo sabía que todo era muy engañoso y no debía confiarme.
Después de eso le di una recorrida a la casa, bien a fondo; encontré varias cosas interesantes, dinero, bastante dinero, algunas joyitas, una revista porno escondida en un placard –después voy a indagar a cuál de las dos pertenece – y en un sótano cuya puerta trampa se abre en un cuarto muy abandonado y lleno de trastos, un sótano con una muy apreciable colección de vinos, dos jamones colgando, varias docenas de salamines y un surtido impresionante de cacharros, cajas de cartón y herramientas de jardín, y vigilándolo todo en la oscuridad un maniquí desvencijado, con el relleno de aserrín brotándole de la cintura. Alguien con sentido del humor le había adosado una cabeza fabricada con una cáscara de zapallo verde en la que estaban pintados unos bigotes a lo Dalí y unos ojos calados de una profundidad insondable. Qué raras me estaban resultando estas hermanitas, cada vez más se asemejaban a un par de personajes de novela de misterio, veladas por actos indescifrables o silencios sin motivo o llenos de inconfesables historias. Aunque, me dije después de pensarlo un poco, siempre son así los otros, un enigma para uno, personas a las que hay que descifrar y trabajosamente llegar a comprender aunque sea un mínimo de todo su imponente edificio. Verlos actuar, reaccionar, dialogar.  Cosa que con estas hermanitas iba a ser muy difícil, ya lo sabía desde el inicio.
De todas maneras cada vez me sentía más contento de estar allí y poder hurgar en esas vidas tan ajenas. Claro que mi método no era muy sutil, pero a la larga, creo, va a dar el resultado deseado. Y en el camino va a procurarme algunos momentos placenteros, similares al que ya había tenido.
Volví a la cocina.  Carolina estaba dormida. Me pareció que el momento de la rubia había llegado.
Me acosté en el suelo, a su lado.
Estaba extrañamente calma, despierta pero calma, los ojos abiertos mirando hacia arriba, hacia la parte inferior de las tablas que componían la mesa de la cocina. Puse mi boca contra su oreja y le susurré con voz de teleteatro:
- Carolina.  Carolina. ¿Quién te hizo tan hermosa, quién te condenó a ser tan atractiva?
Ella se mantuvo inmóvil, salvo un pequeño temblor en sus párpados que noté por estar mi cara pegada a la de ella.  El ojo más cercano sufría unos casi imperceptibles tics, como queriendo girar hacia mi lado y siendo reprimido una y otra vez, obligado a volver a mirar hacia arriba y desentenderse de lo que sucedía a su lado. Me causó algo de pena tanto esfuerzo por minimizar lo que debía aterrarla seguramente: lo que se venía. Y comprendí que otra vez debía remar contra la corriente, que no habría empatía y que el placer, como casi siempre, iba a ser solitario. Eso me puso de mal humor y traté de controlarme, porque deseaba una  relación suave, prolongada, sin apuro, en la que se pudiera paladear cada movimiento, cada idea, cada segundo transcurrido, volver consciente al tiempo en el movimiento de cada músculo, en el roce de cada centímetro de piel, detenerlo prácticamente al apoyar los labios sobre sus lugares más sensibles, deslizarlos eternamente en el más minúsculo trayecto que llevara al éxtasis más profundo e inapresable, transformar en inacabable el deleite más efímero.
¡Carolina! Cuantos deseos alrededor de tu nombre, cuanta desdicha en la realidad verdadera, en la situación. Pero esa era mi obra y debía continuar de la manera que fuera  y continuó, vaya si continuó.  Carolina resistió como pudo, no se entregó en ningún momento pero yo seguí adelante, olvidando mis pretenciosos sueños y tratando de sacar el mayor fruto posible de las circunstancias. Ella era muy joven, estrecha y virgen, así que sufrió bastante cuando finalmente la penetré y a partir de allí, a partir de dejar de ser virgen, todo se le hizo muy cuesta arriba. No le saqué la mordaza porque me hubiera aturdido y desconcentrado con sus gritos, pero sus ojos lo decían todo.  Se le inyectaron en sangre y desorbitaron al máximo, parecían que iban a estallar. Lo curioso, pensé después, es que no lloraron, en ningún momento soltó sus lágrimas. Lástima, porque hubiera sido mejor que llorara, se hubiera descargado un poco a través de esas gotitas calientes que se llevan parte de las desdichas.  Yo tuve lo mío, no tanto lo como había pensado, ya lo dije, pero de todas maneras por lo menos tan bueno como con la otra. ¡Gloria a Dios en las alturas! Miserias de este mundo, por más  que uno planifique y se desviva por algo, las cosas van a ser como quieren ser y nada las va a sacar de ese lugar.  Cuando terminé busqué otra botella del magnífico vino que había allí y rumbié para mi pieza a descansar. Es verdad que el amor es una de las tareas más cansadoras que hay. Ni me acordé de Jimena.
Algunas veces el sueño me hace fintas, verónicas de torero enamorado, y tarda siglos en venir y mi pensamiento se vuelve absurdo o melodramático o agorero, o todo junto, poniéndome más nervioso a cada minuto y en esta serpiente que se muerde la cola se  vuelve casi imposible el simple hecho de dormir. Al final, terriblemente cansado, me duermo con un sueño de mierda, a tirones, a saltos, que no me descansa en absoluto.  Otra veces, como creo que sucedió ahora, me duermo inmediatamente y caigo en un pozo profundo lleno de historias y de personajes dignos de un gran imaginador, con tendencias terroríficamente perversas – Entre paréntesis, creo que de aquí salen ciertas actitudes mías que algunos puristas podrían reputar como criticables o algo malintencionadas –  Esta vez, creo, el sueño llegó rápido y lleno de cosasel lugar, ese lugar precisamente, que mamá me había admonisado como prohibido, justamente ese lugar que no se podía pisar y en el cual yo, se podía decir, estaba zapateando con frenesí, al principio solo, y luego  rodeado poco a poco por una multitud de presencias más y más tangibles, que llevaban el ritmo de los zapateos con un batir de palmas que sonaban con reminiscencias metálicas, cada vez más rápidas y que se me hacía difícil seguir. Yo sabía que debía recordar algo, era muy importante, casi esencial para seguir adelante, cosa que significaba, tal vez, escapar de ese lugar que mamá me había prohibido, que no sabía cuál era, pero no debía pisarlo, no debía mirarlo, y eso que mamá en realidad era muy permisiva, y el batir de palmas se hacía infernal, infernal y nauseabundo, la verdad  era un sueño que nunca me había poseído con tanta intensidad y me revolvía y chocaba con esas presencias que no lograba ver, pero que estaban allí sin duda y el olor era indiscutible y esas volutas azules que se retorcían y se iluminaban a trozos, como columnas salomónicas, girando sobre sí mismas hasta no saber cuál era la vertical y cómo hacer para mantener el equilibrio, en el borde de algo filoso, duro, aguzado y frío.
Que resultó ser la punta de un enorme cuchillo de cocina apoyado en mi garganta y al extremo del cual se encontraba Carolina, la cara abotagada y rabiosa de Carolina aparecía en el preciso lugar donde se acababa el mango del cuchillo, retorcida en una sonrisa azufrada y llena de una especie de chispas sin llama, que se desprendían silenciosamente de su piel y caían hacia abajo apagándose en el camino. Tenía el cabello revuelto y electrizado, casi blanco o tal vez era la luz de una lamparita que, desde mi posición, parecía estar conectada un poco más arriba de su nuca y que oscilaba de un lado a otro, bandeando las sombras por las paredes, paredes que no eran las de la pieza dónde me había dormido, estábamos en otro lado, no se dónde aunque tal vez sabía, si lograba descifrar esos ojos calados que me miraban desde arriba de unos bigotes a lo Dalí que ya había visto en alguna parte.
- ¿Y ahora? –dijo la rubia, entrechocando las palabras contra los dientes en los que se notaban rastros de sangre seca o pintura de los labios corrida.
- Ahora chocolate – dije con mi mejor humor, algo de lo último que me iba quedando. Creo que a medida que pasaban los segundos iba recobrando la cordura o mejor dicho la lucidez, después de una dormida fenomenal e inesperada.  Mejor dicho, lo inesperado fue su conclusión y  esto de ahora, esa cara cerniéndose sobre mí.
- Creo que no entendés, hijo de puta. La tortilla se dio vuelta.
La cuchilla presionó mi garganta y un ardor no calculado casi me obliga a toser. Me contuve: cualquier movimiento aumentaría la presión de la cuchilla.  Traté de no ceder  a la situación y con mi mejor cara de poker le pregunté:
- ¿Y tu hermana? – La cara de Carolina se contrajo de tal manera que me permitió adivinar el futuro.
- Aquí estoy  - dijo alguien detrás de mi cabeza.
- No te veo, mi querida. ¿Cómo estás? Te juro que me muero por verte.
- Morir te vas a morir igual, me veas o no me veas – dijo la voz detrás de mi cabeza.
Esto se estaba poniendo aburrido así que decidí callar por un momento y pensar. Esa ha sido siempre mi característica, la que por otra parte me trajo hasta aquí, detenerme y pensar, pensar antes de seguir a tontas por algún camino que no se presente demasiado acogedor, o también si la  acogida es demasiado generosa, como esta de ahora.
Pero las hermanitas no me dieron demasiado tiempo para pensar. Intenté moverme pero estaba absolutamente inmovilizado, los brazos detrás de la espalda y los tobillos conectados por detrás también con el cuello: una monada, un trabajito profesional, seguramente dictado por el odio. Malo, malo, malo, no se debe  confiar en el odio: ni los que odian ni los que son odiados. Pero por el momento allí estaba, matambreado por dos aprendices adelantadas que al parecer ya habían consensuado sus planes.
- Ahora vas a ejercitar las cuerdas vocales, hijo de puta –dijo Carolina con esa vocecita suya tan aterciopelada.
Ahí se me hizo claro dónde estábamos y el por qué no temían que gritara. O como comprendí inmediatamente deseaban que lo hiciera:  Jimena apareció desde atrás y con unas tijeras de sastre me abrió todo el pantalón, hasta las rodillas y luego destrozó meticulosamente el calzoncillo.  Así quedé expuesto a la más desalentadora de las miradas o tal vez la más codiciosa, la que procuraba decidir a la vista del campo de batalla.  Ganó Carolina que con envidiable rapidez y frialdad tomó mi prepucio, tensándolo hacia arriba  le asestó una cuchillada horizontal, circuncidándome de un solo golpe. Por supuesto que grité como ellas esperaban, el dolor me recorrió todo el cuerpo y me volvió más consciente todavía de las ataduras y limitaciones de mi posición. Hubiera dado no se qué por tener las manos libres para llevarlas hacia mi pene y oprimirlo lo más fuerte posible para atenuar el dolor. La sangre caliente se deslizaba por mis testículos cuando una Carolina exultante advirtió:
- Segundo acto, más de lo mismo.
Y llevó la mano libre otra vez a la punta de mi pene, tirándo hacia arriba y otra vez la cuchilla se deslizó en el aire como una exhalación y otra vez  un dolor increíble agonizó en mi garganta, al tiempo que entreveía en la mano de la verdugo un trocito de carne sanguinolenta que me había pertenecido. Creo que me desmayé porque lo siguiente que se materializó en mi pantalla fue la cara de Jimena con una sonrisa  generosa y confiada. Estaba hablando pero no logré entender lo que decía, un poco omnubilado por el recuerdo del pasado que iba volviendo y otro poco porque sus propias carcajadas deformaban su voz.
¿Qué había quedado de la dulce Jimena de nuestra relación en su cama?  ¿Ya se había olvidado de todo, la ingrata?
Pensé que algo no estaba encajando en el cuadro de situación hasta que un ardor creciente y unos latidos desencajados en la ingle terminaron por situarme.
En esto de vivir al día se juega mucho de nuestro destino y cualquier cosa que lo distraiga a uno de eso debe ser desechada de inmediato, so pena de perder el paso y con el paso la propia vida. Afortunadamente mi desconcierto había durado poco, si bien había que agregarle el período indeterminado en que estuve desmayado. Mi mente se despertó de su sopor y comenzó a idear la forma de escapar al destino manifiesto a que me tenía condenado las hermanitas. Sabía que mencionar mis deseos equivalía a condenarlos, así que deseché pedir cualquier cosa ni mostrar interés por nada. Debía, eso sí, decidir con rapidez, ya que el camino que las muchachitas seguían era perentorio y no me quedaba mucho tiempo.
- Por fin te despertaste, hijo de puta – Carolina apareció en mi ángulo de visión – No creo que debas alegrarte, pero ya que estás otra vez aquí podemos seguir. -  Empuñaba todavía el cuchillo de cocina, manchado ahora con mi sangre.                                                                
Era muy peligroso pero me pareció la única salida, para bien o para mal. Cuando ella, como lo esperaba tendió la mano y aferró lo que quedaba de mi virilidad, yo salté encima de ella girándo y dando mi espalda contra su frente.  Eso la  sorprendió y caímos los dos sobre el suelo y mientras ella trataba de safar de la posición en que había quedado yo restregaba torpemente mis brazos contra dónde suponía que debía estar su mano con el cuchillo. No había calculado mal si puedo juzgar por el dolor que me produjeron los varios cortes en los brazos, hasta que ella logró sacarme de encima e incorporarse. Supe que no debía permitirlo y mientras me preguntaba instintivamente dónde estaba Jimena, me arrojé otra vez contra ella, que fue, en definitiva, arrojarme contra su cuchilla. Yo estaba de rodillas por las ataduras, así que caí con mi hombro derecho sobre el cuchillo. Ella se mantuvo firme y el dolor fue todo mío y en ese momento comprendí por qué no la veía a Jimena ya que algo me golpeó en la nuca dos veces, o por lo menos hasta ahí recuerdo. Cuando volví estaba otra vez en la mesa de operaciones y ahora habían corregido los errores de la primera vez y unas cintas de cortina me aseguraban a ella, de tal manera que algo hizo clic en mi mente y comencé a ver con claridad que el fin había llegado, si no el fin de los sufrimientos, por lo menos el fin de las esperanzas y recordando la vieja sabiduría de mi madre, me dispuse a aceptar lo que se me venía encima. No es fácil, la resignación no fue nunca mi fuerte, pero en definitiva eso es la vida, aprender siempre, cada vez, que se puede avanzar un paso más en la degradación, en la pérdida, en la renuncia.
- A ver, chicas, ¿dónde se han metido?  - la voz me salía bastante normal, habida cuenta de los sucesos y de la consecuencia de los sucesos – Vamos, que tienen que terminar el trabajo. Es hora de finiquitar lo que comenzaron. Y si no se atreven a seguir, libérenme para que les haga el amor otra vez.
No hubo falta de seguir arengándolas. Allí venían, esplendentes en su belleza, apenas opacadas por las herramientas que traían en las manos.  Carolina con una sierra para metales y la famosa cuchilla de la que, aparentemente, no podía desprenderse, y Jimena con una pinza pico de loro y una tenaza enorme, que francamente no sé de dónde la habría sacado.  Supongo que no había ido de compras a la ferretería. De todos modos su cita era conmigo. Esas dos preciosuras venían conmigo. Para bien o para mal.