jueves, 16 de abril de 2015

            EL  SEÑOR  K  NO  TENIA  RAZON




                                                                                            asfixiarse es terrible por
                                                                                            encima de cualquier parecer

No es posible pensar que ese inefable señor K tuviera razón; no la tenía.  Eso no impide que podamos también pensar que tenía razón, pero no es posible hacerlo por otra razón: porque no la tenía.  Estaba literalmente equivocado, errado. Era pasible de escribirle la condena con la máquina de las agujas en la espalda y el texto a grabar era: “no tiene razón”.   Aparte de esto, dejando de lado por un momento, lo irrevocable de la condena, en el resto, tal vez tuviera razón.  Eso también incluye o pudiera incluir su deseo, o tal vez debiera incluir su deseo, la orden transmitida al traidor Max Brod, de destruir todos sus escritos.  Me imagino, con un estremecimiento de placer, la maravilla de que así hubiera sucedido, que su última voluntad hubiera sido respetada.  Que en un impulso de lealtad y ceguera o clarividencia esencial, Max Brod hubiera quemado todos los manuscritos y que así no hubiéramos accedido a La condena, La Metamórfosis, La Colonia Penitenciaria, El Proceso, El Castillo, etc.  Qué riqueza, cuánta fertilidad futura, panorama, aire respirable, espacio abierto a los cuatro vientos, ninguna premonición, directamente la historia sin anticipos, ni NN, ni campo de concentración, ni burocracia, ni tortura, ni vaivenes, vacilaciones, dudas irreconciliables.  Flores arrancadas sin crueldad de la tierra muerta, cantos elegíacos a las calaveras perdidas en las brumas de Dinamarca, pequeños corazoncitos de pana en lugar de la estrella amarilla de seis puntas.  ¿Por qué no?  Todo de golpe, sin aviso, a la vuelta de todos los días nuestros.  Y no es una muestra de puerilidad, no es inocencia, no es inmunidad preventiva.  Solamente un poco de racionalidad siglo veinte, racionalidad militante, y otro poco de irracionalidad adjudicada a quien no puede, ya, defenderse.  Ni tampoco lo necesita, si todo, hasta la última letra, fue anticipado en algún lugar de esa enorme, fatigosa, interminable caterva de palabras enfiladas, disciplinadas, caóticas. De las cuales no podemos hacerlo responsable aunque tampoco es inocente de ellas. Nadie es inocente de sus palabras ni de sus silencios; lo hemos aprendido con sufrimiento en nuestros silencios de los setenta, como él, K, lo habrá sido de los suyos, menor medida seguramente y arrastrado a ello sin duda por su enfermedad, que le quitó el suelo debajo de los pies un poco prematuramente respecto de todo lo que podría, todavía, haber hecho o dicho o callado. Y ahora, en esas desaparecidas palabras que no llegó a pronunciar, hubiéramos visto, quizás, estas otras calamidades que afrontamos, estas cobardías que nos inmovilizan, estos aires moribundos de un planeta gastado y colérico.