LLUVIA EN LA PUERTA DEL TEMPLO (*)
Camino lentamente como si tuviera
un calambre permanente en los dedos del pie izquierdo, que tirara de ellos
hacia fuera de la sandalia, y la planta del pie derecho plagada de callos
intratables que no permitieran el apoyo total de esa planta en el suelo. Tengo la sensación de bambolearme, no como si
estuviera borracho, sino como perdido en este maremagnum que es el sitio donde
me encuentro, o para mejor decir, donde me siento perdido. Otra manera de decir esto sería que el
cuerpo – mi cuerpo, porque este cuerpo es el mío - está borracho, el
cuerpo intoxicado y la mente muy clara,
o que estar perdido es lo mismo que estar a secas, ya que la pérdida –he
aprendido a lo largo de los años- la pérdida es la constancia de estar vivo, es
la certidumbre del ser, que puede estar presente – la certidumbre – sin el
conocimiento cabal de lo que en definitiva se es. Y en esa metafísica patera es que recobro la
vertical, justo en las puertas del templo; frente a los desiertos propíleos y
las gastadas escalinatas libres de gente lo que les confiere un aspecto geométrico
muy acentuado y casi hermoso, si no fuera por los envases de golosinas y
papeles grasientos distribuidos por los escalones sin orden ni método, diría,
si no fuera gracioso en extremo pretenderlo. Estas suciedades sitúan perfectamente mi descripción en su tiempo, su
intransferible momento, mi intransferible momento. Dicen certeramente lo que es
posible y lo que no lo es, en el minuto increíble que es éste.
Doy un paso hacia
la entrada y una multitud de enfervorizados vendedores ambulantes me corta el
camino, apareciendo de la nada, ofreciéndome sus productos, armando a toda
prisa y sin rubores, sus puestos y sus kioskos. Son como si uno dijera, el
producto del libre comercio llevado a su primitiva expresión. Los albores de la
modernidad. Hoy.
Un coro llena el
aire aunque los corifeos son invisibles desde donde yo estoy. “Somos los mercaderes del Templo” cantan los
que no son mudos y los vendedores retrucan con voz de falsete “vendemos de
todo”. Los que se sienten incapaces de
cantar o son mudos levantan las cajas de merca y los brazos en hosanna hacia
las alturas. “Somos los mercaderes de
siempre” grita el coro. “De siempre, de
siempre” contestan los vendedores. Me tapo los oídos con las manos y tiemblo y
el temblor se comunica a todo mi cuerpo como si tuviera fiebre. Siento los testículos bambolearse en el
interior de mis calzoncillos y a la grasa de mi barriga quejarse a borbotones. No puedo decir que sea infeliz, pero
comprendo que estoy sufriendo un rito de pasaje. El contrapunto coral sigue unos minutos más y
cesa al unísono del armado total de los puestos. Estos han ocupado – usurpado - casi todos los espacios antes libres.
Me gustaría
tener las pelotas suficientes – o el deseo arraigado en lo profundo que
supliría el valor ausente- para echar
a los Mercaderes del Templo, pero en realidad debo concluir que no me interesa
demasiado dicho Templo ni tampoco mucho los Mercaderes. Hace tiempo he dejado de interesarme en él y
mucho menos en ellos. He dejado de
interesarme en casi todo y si hilo bien fino, debo decir que no me inmolaría
por ninguna circunstancia sobre esta tierra rara y ajena, salvo una sola cosa,
que por estos tiempos extraños y finales, atrae mi atención con exclusividad y
esa es Cora, la catequista renga, que hoy no consigo ver por ningún lado. Y
otra vez vuelvo a excederme en palabras
y eso me enfurece: no se por qué dije catequista y renga, dos precisiones
innecesarias y demagógicas, por darle alguna calificación: su oficio,
ocupación, tarea o devoción y su discapacidad o particularidad funcional
anatómica o al revés, no se muy bien, pero que no vienen al caso, no son
necesarias de mencionar o precisar, y que no agregan, más bien, quitan. Con decir Cora hubiera bastado y con no
decirlo también. Yo se muy bien en quién estoy pensando, a quién espero. En el pensamiento, a veces, los nombres,
creo, no son necesarios y casi siempre se piensa una cualidad o una
característica en lugar del nombre – la parte por el todo, la conducta habitual
por la actitud ante la vida, la sustancia por el objeto, la curva antes que la
parte recta. Aclarado lo cual debo concentrarme en el análisis del fallido o
del exceso involuntario, si es que lo fue, a fin de saber qué pasa en el
interior de mi mente cuando se producen esos resbalones inexplicables por el
momento. Decido dejarlo para más
adelante. Aquí hay mucho ruido para
concentrarse, con los vendedores voceando sus productos y la gente, aparecida
de no se dónde, discutiendo los precios en voz alta. No son muchos los que compran pero todos
discuten.
Es un ruido
infernal. En el atrio, a unos metros nomás del cielo redentor y de la presencia
invisible del autor de las cosas, el ruido es el del infierno, el del enemigo.
Si en el infierno la acústica todavía vale es seguro que suena así y es parte
de su sistemática tortura justiciera. No lo postulo yo. En todo caso pregúntele
a San Agustín o algún otro de ellos.
Para peor mis pies me están matando y casi no consigo mantenerme parado.
Me siento en lo
alto de la escalinata, donde comienza el atrio.
Es un lugar favorable ya que me va a permitir relojear si Teta -digo Cora
- entra o sale de la iglesia o de la casa parroquial que está a la
derecha del Templo propiamente dicho. ¿Estará el Templo propiamente dicho? No
hay dos opiniones iguales pero eso siempre ha sido así y no me molesta. Que otros se ocupen de decirlo y lo digan
como quieran; el mundo se pliega a los decires pero a los pobres nos da igual
una cosa que la otra, siempre perdemos y a la chita callando, es decir, sin
derecho a decir nada, a no abrir la boca que vienen degollando. Nombrar es cosa
– y siempre ha sido – de la derecha, de los conservadores. Si ellos lo dicen, la cosa existe. Si no ...
Con ese
convencimiento sigo cómodamente sentado y si no fuera por el ruido estaría en
la gloria. Y sin necesidad de
comulgar. Lo cual es un importante
ahorro de energía en un mundo cada vez más desarticulado y dependiente. Sin hablar del beneficio de saltear la
confesión, práctica vejatoria si las hay.
Aunque hay quienes la alaban como una purificación alentadora y
tranquilizante en un mundo cada vez más convulso. Algo devaluada por la
competencia, después de Freud, Lacán y compañía, pero vigente todavía. Evito
mirar hacia el templo propiamente dicho, pues si lo hago debería hacerme la
señal de la cruz, como hacen todos los fieles que enfrentan la nave principal.
Lo hacen al entrar, mojando levemente, o haciendo como que, los dedos en agua
bendita, que suele ser una humedad algo sucia sobre una concha de mármol
apoyada generalmente en una columna del mismo material, o directamente en
seco, si son transeúntes que no están con el agua al alcance de sus dedos
pecaminosos y manchados de tabaco, caminando por la vereda o arriba de un
colectivo o tranvía que tenga la particularidad de pasar frente a dicho
propiamente templo de marras. La señal
de la cruz, a veces repetida en la frente, sobre los labios y en el pecho, a
veces una sola tocando la frente, el pecho, los hombros y finalmente el beso de
la boca para rubricar todo el movimiento. Evito la señal de la cruz porque
haciéndola me sentiría un hereje simulador y contrito y terminaría
despreciándome aún más, en lugar del agnóstico honrado que creo ser – salvo
opinión interesada en contrario de algún otro, por otra parte siempre presente.
Hay que contar con ello.
Ahora están
llegando espectadores o clientes que se mandan de una a la nave principal,
seguramente para la misa de once. Algunos distraídos o benevolentes, tiran
breves monedas a mis pies, que recojo con parsimonia y atesoro en el bolsillo
de la campera. ¡Gloria a Dios en las
alturas y plata al Papá en el rastrero piso que mancha con su estola! La
ecuación de los Tiempos está abierta y nadie se atreve a calcularla, es de
grado infinito y de múltiples e interminables términos en su endiablada
álgebra, que como todo el mundo sabe, es el infernal invento de los árabes,
enemigos declarados de Occidente según proclama el mismo Occidente calculador.
Se puede mentir en muchas cosas pero cuando nos aproximamos a los relojes, los
números, las certezas se enturbian y las respuestas atinadas no llegan
nunca. Afortunadamente nos tenemos y en
eso radica toda nuestra suerte, que es como decir, toda nuestra fuerza. Aparte
del asunto del cero, digo respecto al invento de los árabes. Ese cero tan
redondo e inesperado que vino a alterar a los números naturales que vivían su
infinita vida sin recurrir ni necesitar de él. Aunque el cero, más que redondo
es ovalado, geometría que necesita de una urgente explicación y que consistiría
en advertir que el cero se ubica en el eje numérico entre el 1 y el –1; que fue puesto allí con fórceps y que esta
circunstancia lo presionó lateralmente de tal forma que el círculo original se
estrechó horizontalmente y en consecuencia se alargó verticalmente. O sea que
en el ámbito rastrero, a nivel de la tierra no tuvo demasiada expansión social
con sus vecinos, sí acrecentando su dimensión espiritual, una parte apuntando
hacia el cielo como demandando su ayuda y otra parte, de similar entidad,
presionando hacia abajo como quien trata de ocultarse bajo tierra – síndrome de
ñandú, pájaro nuestro que todos saben no puede volar, como el cero.
Está comenzando
a llover. Unos módicos charquitos se
están formando en las desigualdades del atrio. Los Mercaderes se movilizan y
desaparecen, tratando de proteger sus intereses de la agresión del cielo. Inclemente cielo. Cielo bajo, encapotado y
gris.
Yo sigo,
sentado. Ahora los fieles entran
corriendo sin reparar en mi presencia.
La lluvia
arrecia.
De Cora ni la
sombra. Aunque no es muy apropiado decir
así – otra vez el dilema de los decires – ya que cuando llueve lo primero que
se disuelve es la sombra. Me gustaría
ser una sombra y despertarme ¿en qué otro lugar? O ser otro y despertar sin
saber quién soy o sabiéndolo estar en desacuerdo, sin importar el lugar en que
esto suceda.
Pero debo decir
que a mí la lluvia me gusta. Me gusta
mucho. No solo porque disuelve a los Mercaderes y enmudece a los coros. Me gusta porque sí, porque me moja y me
vuelve consciente de mi cuerpo y de mi piel.
Hay una armonía especial en que la humedad de fuera se deslice por la
piel, que es la membrana que separa la humedad de adentro de la de afuera, pero que al mismo tiempo es
permeable tanto a una como a la otra, siendo de esa manera el lazo, el vínculo
del afuera con el adentro, la unión mística con lo otro - ¿o debo decir el
otro? –la ligazón con el prójimo, el tan meneado religare que dio origen a
ya sabemos qué. Su propia transfiguración mediante el simple y ambiguo paso del
tiempo y la obra de los místicos o mistificadores, vaya uno a saber.
A mi alrededor
no se ve a nadie.
Por la
benevolente lluvia decido quedarme en donde estoy, haciendo o no sombra. Esperando o sin esperar nada. Mejor sin
esperar nada, especie de nirvana por el absurdo, que tiene la ventaja de no
propiciar fundamentalismos ni exageraciones. No esperar nada. O quizás sea más
correcto decir: esperando nada.
Confiando en
Cora que nunca me ha defraudado. La mujer es siempre la última verdadera
esperanza de nuestro mundo, o por lo menos del hombre que la espera.
Una situación
abierta prepara la mente para dar un salto que pueda superar la dicotomía entre
no saber el futuro – situación abierta – y la propia abertura o apertura que
está allí ofreciendo un espacio nuevo,
no demasiado visible, no sabido, pero tentador. Es la posición de la rana en
este zen de entrecasa que se ofrece
libremente. La rana suele esperar un estímulo exterior para decidir el salto,
en este caso el estímulo puede ser interior, debido a la expectativa que se
crea frente a lo abierto, que se trata de llenar como si fuera un vacío que
naturalmente funge de horror para la mente en espera – la mente racional, por
supuesto, aunque a veces...
Yo, Mateo, estoy
llenándome de lluvia y de espera y sin saber cómo me encuentro en una aporía.
Si bien la lluvia no me es hostil, sino más bien amigable, algo de la espera o
del lugar clivan sin ruido y sin aviso y, deslizándome en el lodo metafísico,
que es el peor de los lodos, me encuentro envuelto en el caos, en el desapacible caos de la situación física, en
lo indeterminado y falaz de lo natural, eso que nos envuelve sin explicación y
sin pausa, sin saber muy
bien quién soy, qué hago allí y si debo o no debo resolver la espera o dejarla
transcurrir en silencio.
Levanto la
vista, en el atrio no estoy más que yo. Nadie se asoma por las puertas del
templo y en la plaza seca alrededor tampoco hay nadie. Las perspectivas de las
calles que desembocan en la plaza que puedo ver desde donde me encuentro, están
desiertas, irreparablemente desiertas, como un paisaje de un pintor metafísico. Las del lado norte dejan ver a lo
lejos un sector del oscuro valle, cruzado por ráfagas hacia el gris horizonte,
en parte cerrado por las estribaciones de los cerros, que lo acompañan en
diagonal hasta donde alcanza la vista.
Por ese lado la perspectiva es conclusa, cerrada. El valle, surcado por nuestro
misterioso río, mezcla iconoclasta de Leteo y de arroyo pirenaico, transmite
una sensación desapacible, como si las aguas incrementaran el contenido de
consunción, de final anticipado, de gusanos terminales que su misma negra agua,
dadora de olvido, se encarga desde hace años de acoger y de transportar. Tengo
una percepción muy clara de la ardiente
finalidad de ese silencioso fluir y la idea me hace estremecer, como la lluvia
no ha conseguido a pesar de su persistencia y de su monotonía.
Es el momento
preciso que un creyente llenaría haciéndose la señal de la cruz, lo cual no
deja de ser una masturbación innecesaria, como el verbo lo indica. Hacerse,
verbo reflexivo no de reflexión sino de reflejo, no de pensar sino de espejo.
Verse en el espejo haciéndose la señal de la cruz, preludio de sombras y
puterío de la mente reblandecida por el tiempo y las grasas saturadas.
Me gustaría
pensar que esto es un prólogo, lo suficientemente explícito como para crear la expectativa de lo que vendrá, de lo
que sigue, como esos caminos amenos y crujientes, que cruzan el bosque serpenteando
entre los árboles, y dónde al paseante no le alcanzan los sentidos para
disfrutarlo plenamente y adivina en cada recodo una imagen tanto o mejor que la
anterior y la aparición milagrosa de un arroyo murmurando entre las piedras.
Aunque, como queda dicho, el paisaje no augura precisamente la imagen anterior.
Pero ahora son
las puertas abiertas y el frente de piedra del templo y llueve sin cesar. No
hay paseante ni testigo curioso o amable, solamente yo, con los ojos
entrecerrados.
Yo, Mateo,
espero contra toda esperanza.