sábado, 1 de febrero de 2014

LLUVIA EN LA PUERTA DEL TEMPLO  (*)



      Camino lentamente como si tuviera un calambre permanente en los dedos del pie izquierdo, que tirara de ellos hacia fuera de la sandalia, y la planta del pie derecho plagada de callos intratables que no permitieran el apoyo total de esa planta en el suelo.  Tengo la sensación de bambolearme, no como si estuviera borracho, sino como perdido en este maremagnum que es el sitio donde me encuentro, o para mejor decir, donde me siento perdido.   Otra manera de decir esto sería que el cuerpo – mi cuerpo, porque este cuerpo es el mío - está borracho, el cuerpo  intoxicado y la mente muy clara, o que estar perdido es lo mismo que estar a secas, ya que la pérdida –he aprendido a lo largo de los años- la pérdida es la constancia de estar vivo, es la certidumbre del ser, que puede estar presente – la certidumbre – sin el conocimiento cabal de lo que en definitiva se es.  Y en esa metafísica patera es que recobro la vertical, justo en las puertas del templo; frente a los desiertos propíleos y las gastadas escalinatas libres de gente lo que les confiere un aspecto geométrico muy acentuado y casi hermoso, si no fuera por los envases de golosinas y papeles grasientos distribuidos por los escalones sin orden ni método, diría, si no fuera gracioso en extremo pretenderlo. Estas suciedades sitúan  perfectamente mi descripción en su tiempo, su intransferible momento, mi intransferible momento. Dicen certeramente lo que es posible y lo que no lo es, en el minuto increíble que es éste.
Doy un paso hacia la entrada y una multitud de enfervorizados vendedores ambulantes me corta el camino, apareciendo de la nada, ofreciéndome sus productos, armando a toda prisa y sin rubores, sus puestos y sus kioskos. Son como si uno dijera, el producto del libre comercio llevado a su primitiva expresión. Los albores de la modernidad. Hoy.
Un coro llena el aire aunque los corifeos son invisibles desde donde yo estoy.  “Somos los mercaderes del Templo” cantan los que no son mudos y los vendedores retrucan con voz de falsete “vendemos de todo”.  Los que se sienten incapaces de cantar o son mudos levantan las cajas de merca y los brazos en hosanna hacia las alturas.  “Somos los mercaderes de siempre” grita el coro.  “De siempre, de siempre” contestan los vendedores. Me tapo los oídos con las manos y tiemblo y el temblor se comunica a todo mi cuerpo como si tuviera fiebre.  Siento los testículos bambolearse en el interior de mis calzoncillos y a la grasa de mi barriga quejarse a borbotones.  No puedo decir que sea infeliz, pero comprendo que estoy sufriendo un rito de pasaje.  El contrapunto coral sigue unos minutos más y cesa al unísono del armado total de los puestos.  Estos han ocupado – usurpado -  casi todos los espacios antes libres.
Me gustaría tener las pelotas suficientes – o el deseo arraigado en lo profundo que supliría el valor ausente-    para echar a los Mercaderes del Templo, pero en realidad debo concluir que no me interesa demasiado dicho Templo ni tampoco mucho los Mercaderes.  Hace tiempo he dejado de interesarme en él y mucho menos en ellos.  He dejado de interesarme en casi todo y si hilo bien fino, debo decir que no me inmolaría por ninguna circunstancia sobre esta tierra rara y ajena, salvo una sola cosa, que por estos tiempos extraños y finales, atrae mi atención con exclusividad y esa es Cora, la catequista renga, que hoy no consigo ver por ningún lado. Y otra vez vuelvo a excederme  en palabras y eso me enfurece: no se por qué dije catequista y renga, dos precisiones innecesarias y demagógicas, por darle alguna calificación: su oficio, ocupación, tarea o devoción y su discapacidad o particularidad funcional anatómica o al revés, no se muy bien, pero que no vienen al caso, no son necesarias de mencionar o precisar, y que no agregan, más bien, quitan.  Con decir Cora hubiera bastado y con no decirlo también. Yo se muy bien en quién estoy pensando, a quién espero.  En el pensamiento, a veces, los nombres, creo, no son necesarios y casi siempre se piensa una cualidad o una característica en lugar del nombre – la parte por el todo, la conducta habitual por la actitud ante la vida, la sustancia por el objeto, la curva antes que la parte recta. Aclarado lo cual debo concentrarme en el análisis del fallido o del exceso involuntario, si es que lo fue, a fin de saber qué pasa en el interior de mi mente cuando se producen esos resbalones inexplicables por el momento.   Decido dejarlo para más adelante.  Aquí hay mucho ruido para concentrarse, con los vendedores voceando sus productos y la gente, aparecida de no se dónde, discutiendo los precios en voz alta.  No son muchos los que compran pero todos discuten.
Es un ruido infernal. En el atrio, a unos metros nomás del cielo redentor y de la presencia invisible del autor de las cosas, el ruido es el del infierno, el del enemigo. Si en el infierno la acústica todavía vale es seguro que suena así y es parte de su sistemática tortura justiciera. No lo postulo yo. En todo caso pregúntele a San Agustín o algún otro de ellos.  Para peor mis pies me están matando y casi no consigo mantenerme parado.
Me siento en lo alto de la escalinata, donde comienza el atrio.  Es un lugar favorable ya que me va a permitir relojear si Teta  -digo Cora  - entra o sale de la iglesia o de la casa parroquial que está a la derecha del Templo propiamente dicho. ¿Estará el Templo propiamente dicho? No hay dos opiniones iguales pero eso siempre ha sido así y no me molesta.  Que otros se ocupen de decirlo y lo digan como quieran; el mundo se pliega a los decires pero a los pobres nos da igual una cosa que la otra, siempre perdemos y a la chita callando, es decir, sin derecho a decir nada, a no abrir la boca que vienen degollando. Nombrar es cosa – y siempre ha sido – de la derecha, de los conservadores.  Si ellos lo dicen, la cosa existe. Si no ...
Con ese convencimiento sigo cómodamente sentado y si no fuera por el ruido estaría en la gloria.  Y sin necesidad de comulgar.  Lo cual es un importante ahorro de energía en un mundo cada vez más desarticulado y dependiente.  Sin hablar del beneficio de saltear la confesión, práctica vejatoria si las hay.  Aunque hay quienes la alaban como una purificación alentadora y tranquilizante en un mundo cada vez más convulso. Algo devaluada por la competencia, después de Freud, Lacán y compañía, pero vigente todavía. Evito mirar hacia el templo propiamente dicho, pues si lo hago debería hacerme la señal de la cruz, como hacen todos los fieles que enfrentan la nave principal. Lo hacen al entrar, mojando levemente, o haciendo como que, los dedos en agua bendita, que suele ser una humedad algo sucia sobre una concha de mármol apoyada generalmente en una columna del mismo material, o directamente en seco, si son transeúntes que no están con el agua al alcance de sus dedos pecaminosos y manchados de tabaco, caminando por la vereda o arriba de un colectivo o tranvía que tenga la particularidad de pasar frente a dicho propiamente templo de marras.  La señal de la cruz, a veces repetida en la frente, sobre los labios y en el pecho, a veces una sola tocando la frente, el pecho, los hombros y finalmente el beso de la boca para rubricar todo el movimiento. Evito la señal de la cruz porque haciéndola me sentiría un hereje simulador y contrito y terminaría despreciándome aún más, en lugar del agnóstico honrado que creo ser – salvo opinión interesada en contrario de algún otro, por otra parte siempre presente. Hay que contar con ello.
Ahora están llegando espectadores o clientes que se mandan de una a la nave principal, seguramente para la misa de once. Algunos distraídos o benevolentes, tiran breves monedas a mis pies, que recojo con parsimonia y atesoro en el bolsillo de la campera.  ¡Gloria a Dios en las alturas y plata al Papá en el rastrero piso que mancha con su estola! La ecuación de los Tiempos está abierta y nadie se atreve a calcularla, es de grado infinito y de múltiples e interminables términos en su endiablada álgebra, que como todo el mundo sabe, es el infernal invento de los árabes, enemigos declarados de Occidente según proclama el mismo Occidente calculador. Se puede mentir en muchas cosas pero cuando nos aproximamos a los relojes, los números, las certezas se enturbian y las respuestas atinadas no llegan nunca.  Afortunadamente nos tenemos y en eso radica toda nuestra suerte, que es como decir, toda nuestra fuerza. Aparte del asunto del cero, digo respecto al invento de los árabes. Ese cero tan redondo e inesperado que vino a alterar a los números naturales que vivían su infinita vida sin recurrir ni necesitar de él. Aunque el cero, más que redondo es ovalado, geometría que necesita de una urgente explicación y que consistiría en advertir que el cero se ubica en el eje numérico entre el 1 y el –1;  que fue puesto allí con fórceps y que esta circunstancia lo presionó lateralmente de tal forma que el círculo original se estrechó horizontalmente y en consecuencia se alargó verticalmente. O sea que en el ámbito rastrero, a nivel de la tierra no tuvo demasiada expansión social con sus vecinos, sí acrecentando su dimensión espiritual, una parte apuntando hacia el cielo como demandando su ayuda y otra parte, de similar entidad, presionando hacia abajo como quien trata de ocultarse bajo tierra – síndrome de ñandú, pájaro nuestro que todos saben no puede volar, como el cero.
Está comenzando a llover.  Unos módicos charquitos se están formando en las desigualdades del atrio. Los Mercaderes se movilizan y desaparecen, tratando de proteger sus intereses de la agresión del cielo.  Inclemente cielo. Cielo bajo, encapotado y gris.
Yo sigo, sentado.  Ahora los fieles entran corriendo sin reparar en mi presencia.
La lluvia arrecia.
De Cora ni la sombra.  Aunque no es muy apropiado decir así – otra vez el dilema de los decires – ya que cuando llueve lo primero que se disuelve es la sombra.  Me gustaría ser una sombra y despertarme ¿en qué otro lugar? O ser otro y despertar sin saber quién soy o sabiéndolo estar en desacuerdo, sin importar el lugar en que esto suceda.
Pero debo decir que a mí la lluvia me gusta.  Me gusta mucho. No solo porque disuelve a los Mercaderes y enmudece a los coros.  Me gusta porque sí, porque me moja y me vuelve consciente de mi cuerpo y de mi piel.  Hay una armonía especial en que la humedad de fuera se deslice por la piel, que es la membrana que separa la humedad de adentro  de la de afuera, pero que al mismo tiempo es permeable tanto a una como a la otra, siendo de esa manera el lazo, el vínculo del afuera con el adentro, la unión mística con lo otro - ¿o debo decir el otro? –la ligazón con el prójimo, el tan meneado religare que dio origen a ya sabemos qué. Su propia transfiguración mediante el simple y ambiguo paso del tiempo y la obra de los místicos o mistificadores, vaya uno a saber.
A mi alrededor no se ve a nadie.
Por la benevolente lluvia decido quedarme en donde estoy, haciendo o no sombra.  Esperando o sin esperar nada. Mejor sin esperar nada, especie de nirvana por el absurdo, que tiene la ventaja de no propiciar fundamentalismos ni exageraciones. No esperar nada. O quizás sea más correcto decir: esperando nada.
Confiando en Cora que nunca me ha defraudado. La mujer es siempre la última verdadera esperanza de nuestro mundo, o por lo menos del hombre que la espera.
Una situación abierta prepara la mente para dar un salto que pueda superar la dicotomía entre no saber el futuro – situación abierta – y la propia abertura o apertura que está allí ofreciendo un espacio  nuevo, no demasiado visible, no sabido, pero tentador. Es la posición de la rana en este zen de entrecasa  que se ofrece libremente. La rana suele esperar un estímulo exterior para decidir el salto, en este caso el estímulo puede ser interior, debido a la expectativa que se crea frente a lo abierto, que se trata de llenar como si fuera un vacío que naturalmente funge de horror para la mente en espera – la mente racional, por supuesto, aunque a veces...
Yo, Mateo, estoy llenándome de lluvia y de espera y sin saber cómo me encuentro en una aporía. Si bien la lluvia no me es hostil, sino más bien amigable, algo de la espera o del lugar clivan sin ruido y sin aviso y, deslizándome en el lodo metafísico, que es el peor de los lodos, me encuentro envuelto en el caos, en el  desapacible caos de la situación física, en lo indeterminado y falaz de lo natural, eso que nos envuelve sin explicación y sin pausa,              sin saber muy bien quién soy, qué hago allí y si debo o no debo resolver la espera o dejarla transcurrir en silencio.
Levanto la vista, en el atrio no estoy más que yo. Nadie se asoma por las puertas del templo y en la plaza seca alrededor tampoco hay nadie. Las perspectivas de las calles que desembocan en la plaza que puedo ver desde donde me encuentro, están desiertas, irreparablemente desiertas, como un paisaje de un pintor  metafísico. Las del lado norte dejan ver a lo lejos un sector del oscuro valle, cruzado por ráfagas hacia el gris horizonte, en parte cerrado por las estribaciones de los cerros, que lo acompañan en diagonal hasta donde  alcanza la vista. Por ese lado la perspectiva es conclusa, cerrada. El valle, surcado por nuestro misterioso río, mezcla iconoclasta de Leteo y de arroyo pirenaico, transmite una sensación desapacible, como si las aguas incrementaran el contenido de consunción, de final anticipado, de gusanos terminales que su misma negra agua, dadora de olvido, se encarga desde hace años de acoger y de transportar. Tengo una percepción  muy clara de la ardiente finalidad de ese silencioso fluir y la idea me hace estremecer, como la lluvia no ha conseguido a pesar de su persistencia y de su monotonía.
Es el momento preciso que un creyente llenaría haciéndose la señal de la cruz, lo cual no deja de ser una masturbación innecesaria, como el verbo lo indica. Hacerse, verbo reflexivo no de reflexión sino de reflejo, no de pensar sino de espejo. Verse en el espejo haciéndose la señal de la cruz, preludio de sombras y puterío de la mente reblandecida por el tiempo y las grasas saturadas. 
Me gustaría pensar que esto es un prólogo, lo suficientemente explícito como para  crear la expectativa de lo que vendrá, de lo que sigue, como esos caminos amenos y crujientes, que cruzan el bosque serpenteando entre los árboles, y dónde al paseante no le alcanzan los sentidos para disfrutarlo plenamente y adivina en cada recodo una imagen tanto o mejor que la anterior y la aparición milagrosa de un arroyo murmurando entre las piedras. Aunque, como queda dicho, el paisaje no augura precisamente la imagen anterior.
Pero ahora son las puertas abiertas y el frente de piedra del templo y llueve sin cesar. No hay paseante ni testigo curioso o amable, solamente yo, con los ojos entrecerrados.
Yo, Mateo, espero contra toda esperanza.




 * Capítulo inicial de novela en elaboración




   EL   PIANO

                                                                             Pirograbado original de Hugo Salinas




En casa había un Steinwal vertical que todos los días me esperaba con su ceño adusto, la mirada negra de nogal reluciente como charol y el silencio imponente de sus notas dormidas.  Adentro no había ni la canción profana ni la alegría melódica, sólo la perenne monotonía de las escalas de Williams, de las escalas casi eternas, generadoras de melancólica pereza, de tardes lluviosas y de llanto escondido.  Pero la nostalgia ahora transforma las escalas a la categoría de fuga, un sombrío adagio fugado hacia el confín de la tarde, que trae a mi madre sonriendo, con sus trenzas cruzadas sobre la cabeza como una corona, como entonces, una diadema de cabellos que el olvido o el recuerdo adorna con destellos, como si el tiempo no hubiera pasado por la cara que enmarcan, como si siguieran significando el refugio y la ternura que alguna vez encarnaron.

Pero todo es mentira, todo se confunde en remolinos ociosos, en una pequeña tormenta de alucinación y hastío.


Y el piano, el piano quién sabe dónde estará.