- Acordate
siempre de lo que te dijo abuela antes de morir. – me dijo mamá a propósito de
nada, un día que la visité después de una quincena sin verla, mientras la
ayudaba a tender su gran cama matrimonial.
- Abuela
...antes de morir...¿qué me dijo?
- ¿Ya te
olvidaste? Tratá de recordar. –su cara era una máscara de póquer, no pude sacar
nada en claro de ella.
Y por más que de allí en adelante le insistí con
vehemencia no obtuve ninguna satisfacción. Cuando la dejé se permitió una leve
sonrisa y me repitió como una letanía: Es muy importante.
Por supuesto, mi madre me había parido y me conocía
bien. La sonrisa de la despedida, distendiendo levemente la dureza de sus
facciones ya casi ancianas, hablaba a las claras que preveía el proceso que
habían desatado sus palabras. Ella, una
belleza en su juventud, una doncella de Florencia con las largas trenzas negras
cruzadas sobre su cabeza, como una corona sobre el óvalo de su rostro, se había
ido convirtiendo, al paso de los años y de las dificultades y los dolores, en
el vivo retrato del abuelo en su versión femenina o de sus tíos paternos, Julio
o Pietro, tan angulados como sus nombres.
Me llamaba la atención que me citara palabras de su
suegra, en realidad, la madre de papá, con quién no se llevaba demasiado
bien si bien fue la que la cuidó más
durante su larga enfermedad, tan bien como hubiera cuidado a su propia madre si
no fuera porque la pobre murió por una infección puerperal cuando mamá nació.
Mi abuela Sporiti, la del mensaje misterioso, fue
siempre para mí una ancianita frágil y vestida invariablemente de negro, de un
carácter seco y frugal. Era viuda de
hacía muchos años y vivía en el departamento vecino al nuestro, en San
Cristóbal, en la vieja casa de Silvio, mi difunto abuelo materno. La abuela
Saporiti era insignificante en mi vida de entonces, volcada a los juegos
infantiles con mis primos y tíos. Era otra de esas personas mayores cuya
intervención en mi realidad eran unos retos o pedidos varios referentes a
mandados. No recuerdo ninguna caricia, ni mucho menos una sonrisa. Pero las
cosas a esa edad – cuatro o cinco, a lo sumo seis años, cuando murió – se aceptan como
naturales, no se las cuestiona ni llaman la atención que sean así. Son,
simplemente.
Por eso era un incógnita de buen tamaño lo que me
había interpuesto mi madre con esa pregunta.
“Lo que me dijo abuela antes de morir”
Era un verdadero desafío, una causa sagrada, tal
como lo planteaba mamá como muy importante. ¿Cómo yo, un pretendido amante de
las palabras, pudiera haberme olvidado lo que me dijo abuela poco antes de
morir? En un momento tan liminar, unas impostergables palabras que se hubieran
perdido y yo, tan graciosamente indiferente ni siquiera recordara el acto en
que fueron pronunciadas. Aunque,
pensándolo bien, ahora venía a mi mente una especie de fotografía oscura,
confusa, un claroscuro lleno de preguntas y de niebla. Sí, eso viene, una imagen más que palabras,
una imagen y unas palabras previas, de mamá me parece, que me lleva de la mano
al departamento de abuela diciéndome que ella está muy enferma y quiere
verme. Mamá no dice “antes de”, pero
dentro de lo que mis años llegan a comprender y por lo que habíamos hablado con
Elsa, mi prima, yo entendí que era una despedida. Y entramos en su pieza, en penumbras, con el
corazón estrujado, una habitación que ahora invento como violeta casi negro, y
mi abuelita Saporiti perdida entre unas almohadas que parecían dispuestas a
sofocarla. Y que tomó mi mano en su mano huesuda – adivino ahora – y pronunció
algunas palabras seguramente, con su hálito crispado y sin fuerzas. Y luego, una eternidad después salimos de
allí, yo temblando y olvidado absolutamente de aquellas tan meneadas palabras
que ahora se me antojan sagradas.
¿Qué me había dicho abuerte, que ahora, tantos años
después, mi madre me las refregara por la cara, con el mote de muy importantes?
¿Qué?
Ella, la abuela Saporiti, había pensado esas
palabras muy cuidadosamente, le habría dicho a mamá o a papá que quería
despedirse de mí, me habían llevado a la gruta oscura de la muerte, ella había
pronunciado las palabras, yo las había olvidado ni bien las pronunció, e
inmediatamente después, ella había muerto.
¿Cómo es posible olvidar algo así? O mejor, ahora
que es tarde para quejarse: ¿cómo hacer para recuperarlas? No cabe duda que en
alguna parte de mi mente, esas palabras están, están y pesan de alguna
manera. Algo, en mi forma de ser o de
mirar la vida, debe una parte de sí a esas palabras. Recuperar esas palabras
significaría no dejar que abuela muera del todo y no hacerlo, por consiguiente
sería como traicionarla. Pensaba todo esto y me parecía un despropósito cargar
con esta culpa al olvido de un niño de cinco años. Y entonces comencé a pensar
en mamá.
Hacia unos pocos años que me había ido de casa y en
todo ese tiempo la visitaba todas las semanas y era testigo de los rigores de
su esforzada vida, con un marido jugador, papá, empeñado hasta el hueso en
volatilizar sus pocos mangos en las patas de un buen caballo capaz de pagar una
fortuna a placé, pero que jamás cruzaría el disco con el frente limpio
de competidores. Pero a papá no le gustaba jugar a ganador, eso de ponerle
boletos al favorito y ganar unas monedas por cada carrera no tenía sabor; o
daba el gran batacazo o prefería nada. Y este pequeño detalle había
condicionado los cuarenta años que yo conocía de sus vidas en común. No hay
duda que mamá debería quererlo desesperadamente. O que no tenía la menor idea de cómo terminar
con esa tortura cuyo título podía ser “Cómo llegar a fin de mes y no morir en
el intento” Y que yo tampoco atiné a remediar. Apenas y no siempre, a paliar
con una ayuda esporádica y vergonzante.
Este estado de cosas daba lugar a una concatenación
de hechos que solían repetirse cada seis u ocho meses, una especie de liturgia
demoníaca o un algoritmo carente de sentimientos, una especie de matemática de
la miseria, un encadenamiento prometeico sin finalidad ni consuelo.
Mamá había recibido en sus años jóvenes, como una
especie de dote, brindada por su padre como una anticipación de su ausencia
posterior, un anillo de platino con una gran esmeralda. Ya no recuerdo el valor
de esa joya y no podría recordarlo por más que me esforzara, tal vez como un
rechazo subconsciente de la sensación de inestabilidad y dolor que su
existencia provocó en mi madre y en mí. Pero era importante. Mamá lo usaba en
las grandes ocasiones y en los primeros años de este uso, ambas rivalizaban
atrayendo las miradas de los parientes, a cual más deslumbrante. Luego, con el
paso de la aplanadora constante, la esmeralda se convirtió en otra cosa: vino a
relegar como el último recurso de la tortura con título mencionada más
arriba. Cuando el mes se ponía amarillo
casi blanco mamá se encerraba en su pieza, abría el cajón de la cómoda correspondiente,
tomaba la lata de malta dentro de la que amontonaba pequeños estuchecitos
negros y sacaba la esmeralda de su bolsita de pana, se vestía para salir,
se tomaba el 95 que la dejaba en la puerta del Banco Municipal, sector Empeños
y Venta Inmediata, y mediante un
simple trámite, vejatorio siempre, dejaba en empeño su dote juvenil.
Nadie sabía de esto, salvo yo y por una de esas casualidades debidas a la
afinidad de los caracteres entre madre e hijo, que me permitió conocer de una
vez para siempre el mecanismo. Desde
entonces, cada vez que me parecía prudente, le preguntaba a mamá, en medio de
una inocente conversación, por la esmeralda y según el color de sus mejillas
sabía inmediatamente dónde se encontraba oculto su fulgor.
Luego seguía un forcejeo interminable hasta que
conseguía hacerme con la papeleta del
empeño y así poder recuperarla y devolvérsela. Este último paso era
indispensable para que el ciclo no se interrumpiera en su eterno retorno.
Todo este racconto sirve para justificar la jugarreta
con la que conseguí hacerme de las palabras de abuerte, que por más de un año
me esforcé, en vano, recordar.
Fue un fin de semana que la visité. Papá no estaba,
me dijo que era muy probable que se hubiera ido a Palermo. Siguiendo la
costumbre le pregunté por la esmeralda y que sí, que no, al fin obtuve la
boleta de empeño. Era un pequeño, pequeñísimo momento de poder sobre ella, que
no debía exagerar, porque no era mi intención ofenderla ni molestarla en lo más
mínimo. Fue ahí que le pregunté de sorpresa:
-¿Qué fue lo que dijo abuela antes de morir?
Ella se sorprendió, porque por supuesto no esperaba
la pregunta.
-No seas mala, no puedo recordar. Era muy chico
entonces y tal vez no entendí lo que me dijo. Por favor decime.
Ella sonrió:
-Tanto lío por eso. ¿A qué viene ahora...?
-Te olvidaste que hace un tiempo vos misma me
apretaste para que recordara.
-Fue un comentario mío por algo que pasaba en ese
momento. No me acuerdo ahora.
-¿Entonces? ¿dijo o no dijo algo abuela?
-Sí, te acordás por lo menos que pidió verte poco
antes de morir.
-Sí, mamá, sí.
Se quedó en silencio, como si todo hubiese sido
dicho.
Me guardé el recibo en el bolsillo. Ella seguía
callada y una tenue sonrisa se insinuó en sus ojos.
-¿Y? – la apuré.
-Nada. Ella estaba muy mal pero se dio cuenta de que
prácticamente la única que la cuidaba era yo y quiso tener un gesto de
reconocimiento que nunca había tenido antes.
Fue cuando te usó a vos para eso.
-¿A mí?
-Si. Con la poca fuerza que le quedaba te zamarreó
del brazo. Tuve miedo que te asustaras y casi te saco de allí. Y entonces con el resto de voz que le quedaba te dijo que tenías una
madre muy buena, muy buena, y que debías quererla mucho y cuidarla toda vez que
ella necesitara de vos.
-¿Y?
-Y así fue- se le llenaron los ojos de lágrimas y
con las suyas sarmentosas tomó mis manos y repitió – Así fue.
Nunca creí que fuera tan redondo como
ella lo decía, pero que lo sintiera de esa manera era una especie de alivio para mí.