lunes, 14 de octubre de 2013

ABUERTE





- Acordate siempre de lo que te dijo abuela antes de morir. – me dijo mamá a propósito de nada, un día que la visité después de una quincena sin verla, mientras la ayudaba a tender su gran cama matrimonial.
- Abuela ...antes de morir...¿qué me dijo?
- ¿Ya te olvidaste? Tratá de recordar. –su cara era una máscara de póquer, no pude sacar nada en claro de ella.
Y por más que de allí en adelante le insistí con vehemencia no obtuve ninguna satisfacción. Cuando la dejé se permitió una leve sonrisa y me repitió como una letanía: Es muy importante.
Por supuesto, mi madre me había parido y me conocía bien. La sonrisa de la despedida, distendiendo levemente la dureza de sus facciones ya casi ancianas, hablaba a las claras que preveía el proceso que habían desatado sus palabras.  Ella, una belleza en su juventud, una doncella de Florencia con las largas trenzas negras cruzadas sobre su cabeza, como una corona sobre el óvalo de su rostro, se había ido convirtiendo, al paso de los años y de las dificultades y los dolores, en el vivo retrato del abuelo en su versión femenina o de sus tíos paternos, Julio o Pietro, tan angulados como sus nombres.
Me llamaba la atención que me citara palabras de su suegra, en realidad, la madre de papá, con quién no se llevaba demasiado bien  si bien fue la que la cuidó más durante su larga enfermedad, tan bien como hubiera cuidado a su propia madre si no fuera porque la pobre murió por una infección puerperal cuando mamá nació.
Mi abuela Sporiti, la del mensaje misterioso, fue siempre para mí una ancianita frágil y vestida invariablemente de negro, de un carácter seco y frugal.  Era viuda de hacía muchos años y vivía en el departamento vecino al nuestro, en San Cristóbal, en la vieja casa de Silvio, mi difunto abuelo materno. La abuela Saporiti era insignificante en mi vida de entonces, volcada a los juegos infantiles con mis primos y tíos. Era otra de esas personas mayores cuya intervención en mi realidad eran unos retos o pedidos varios referentes a mandados. No recuerdo ninguna caricia, ni mucho menos una sonrisa. Pero las cosas a esa edad – cuatro o cinco, a lo sumo seis  años, cuando murió – se aceptan como naturales, no se las cuestiona ni llaman la atención que sean así. Son, simplemente.
Por eso era un incógnita de buen tamaño lo que me había interpuesto mi madre con esa pregunta.
Lo que me dijo abuela antes de morir”
Era un verdadero desafío, una causa sagrada, tal como lo planteaba mamá como muy importante. ¿Cómo yo, un pretendido amante de las palabras, pudiera haberme olvidado lo que me dijo abuela poco antes de morir? En un momento tan liminar, unas impostergables palabras que se hubieran perdido y yo, tan graciosamente indiferente ni siquiera recordara el acto en que fueron pronunciadas.  Aunque, pensándolo bien, ahora venía a mi mente una especie de fotografía oscura, confusa, un claroscuro lleno de preguntas y de niebla.  Sí, eso viene, una imagen más que palabras, una imagen y unas palabras previas, de mamá me parece, que me lleva de la mano al departamento de abuela diciéndome que ella está muy enferma y quiere verme.  Mamá no dice “antes de”, pero dentro de lo que mis años llegan a comprender y por lo que habíamos hablado con Elsa, mi prima, yo entendí que era una despedida.   Y entramos en su pieza, en penumbras, con el corazón estrujado, una habitación que ahora invento como violeta casi negro, y mi abuelita Saporiti perdida entre unas almohadas que parecían dispuestas a sofocarla. Y que tomó mi mano en su mano huesuda – adivino ahora – y pronunció algunas palabras seguramente, con su hálito crispado y sin fuerzas.  Y luego, una eternidad después salimos de allí, yo temblando y olvidado absolutamente de aquellas tan meneadas palabras que ahora se me antojan sagradas.
¿Qué me había dicho abuerte, que ahora, tantos años después, mi madre me las refregara por la cara, con el mote de muy importantes? ¿Qué?
Ella, la abuela Saporiti, había pensado esas palabras muy cuidadosamente, le habría dicho a mamá o a papá que quería despedirse de mí, me habían llevado a la gruta oscura de la muerte, ella había pronunciado las palabras, yo las había olvidado ni bien las pronunció, e inmediatamente después, ella había muerto.
¿Cómo es posible olvidar algo así? O mejor, ahora que es tarde para quejarse: ¿cómo hacer para recuperarlas? No cabe duda que en alguna parte de mi mente, esas palabras están, están y pesan de alguna manera.  Algo, en mi forma de ser o de mirar la vida, debe una parte de sí a esas palabras. Recuperar esas palabras significaría no dejar que abuela muera del todo y no hacerlo, por consiguiente sería como traicionarla. Pensaba todo esto y me parecía un despropósito cargar con esta culpa al olvido de un niño de cinco años. Y entonces comencé a pensar en mamá.
Hacia unos pocos años que me había ido de casa y en todo ese tiempo la visitaba todas las semanas y era testigo de los rigores de su esforzada vida, con un marido jugador, papá, empeñado hasta el hueso en volatilizar sus pocos mangos en las patas de un buen caballo capaz de pagar una fortuna a placé, pero que jamás cruzaría el disco con el frente limpio de competidores. Pero a papá no le gustaba jugar a ganador, eso de ponerle boletos al favorito y ganar unas monedas por cada carrera no tenía sabor; o daba el gran batacazo o prefería nada. Y este pequeño detalle había condicionado los cuarenta años que yo conocía de sus vidas en común. No hay duda que mamá debería quererlo desesperadamente.  O que no tenía la menor idea de cómo terminar con esa tortura cuyo título podía ser “Cómo llegar a fin de mes y no morir en el intento” Y que yo tampoco atiné a remediar. Apenas y no siempre, a paliar con una ayuda esporádica y vergonzante.
Este estado de cosas daba lugar a una concatenación de hechos que solían repetirse cada seis u ocho meses, una especie de liturgia demoníaca o un algoritmo carente de sentimientos, una especie de matemática de la miseria, un encadenamiento prometeico sin finalidad ni consuelo.
Mamá había recibido en sus años jóvenes, como una especie de dote, brindada por su padre como una anticipación de su ausencia posterior, un anillo de platino con una gran esmeralda. Ya no recuerdo el valor de esa joya y no podría recordarlo por más que me esforzara, tal vez como un rechazo subconsciente de la sensación de inestabilidad y dolor que su existencia provocó en mi madre y en mí. Pero era importante. Mamá lo usaba en las grandes ocasiones y en los primeros años de este uso, ambas rivalizaban atrayendo las miradas de los parientes, a cual más deslumbrante. Luego, con el paso de la aplanadora constante, la esmeralda se convirtió en otra cosa: vino a relegar como el último recurso de la tortura con título mencionada más arriba.  Cuando el mes se ponía amarillo casi blanco mamá se encerraba en su pieza, abría el cajón de la cómoda correspondiente, tomaba la lata de malta dentro de la que amontonaba pequeños estuchecitos negros y sacaba la esmeralda de su bolsita de pana, se vestía para salir, se tomaba el 95 que la dejaba en la puerta del Banco Municipal, sector Empeños y Venta Inmediata,  y mediante un simple  trámite, vejatorio  siempre, dejaba en empeño su dote juvenil. Nadie sabía de esto, salvo yo y por una de esas casualidades debidas a la afinidad de los caracteres entre madre e hijo, que me permitió conocer de una vez para siempre el mecanismo.  Desde entonces, cada vez que me parecía prudente, le preguntaba a mamá, en medio de una inocente conversación, por la esmeralda y según el color de sus mejillas sabía inmediatamente dónde se encontraba oculto su fulgor.
Luego seguía un forcejeo interminable hasta que conseguía  hacerme con la papeleta del empeño y así poder recuperarla y devolvérsela. Este último paso era indispensable para que el ciclo no se interrumpiera en su eterno retorno. 
Todo este racconto sirve para justificar la jugarreta con la que conseguí hacerme de las palabras de abuerte, que por más de un año me esforcé, en vano, recordar.
Fue un fin de semana que la visité. Papá no estaba, me dijo que era muy probable que se hubiera ido a Palermo. Siguiendo la costumbre le pregunté por la esmeralda y que sí, que no, al fin obtuve la boleta de empeño. Era un pequeño, pequeñísimo momento de poder sobre ella, que no debía exagerar, porque no era mi intención ofenderla ni molestarla en lo más mínimo. Fue ahí que le pregunté de sorpresa:
-¿Qué fue lo que dijo abuela antes de morir?
Ella se sorprendió, porque por supuesto no esperaba la pregunta.
-No seas mala, no puedo recordar. Era muy chico entonces y tal vez no entendí lo que me dijo. Por favor decime.
Ella sonrió:
-Tanto lío por eso. ¿A qué viene ahora...?
-Te olvidaste que hace un tiempo vos misma me apretaste para que recordara.
-Fue un comentario mío por algo que pasaba en ese momento. No me acuerdo ahora.
-¿Entonces? ¿dijo o no dijo algo abuela?
-Sí, te acordás por lo menos que pidió verte poco antes de morir.
-Sí, mamá, sí.
Se quedó en silencio, como si todo hubiese sido dicho.
Me guardé el recibo en el bolsillo. Ella seguía callada y una tenue sonrisa se insinuó en sus ojos.
-¿Y? – la apuré.
-Nada. Ella estaba muy mal pero se dio cuenta de que prácticamente la única que la cuidaba era yo y quiso tener un gesto de reconocimiento que nunca había tenido antes.
Fue cuando te usó a vos para eso.
-¿A mí?
-Si. Con la poca fuerza que le quedaba te zamarreó del brazo. Tuve miedo que te asustaras y casi te saco de allí.  Y entonces con el resto de  voz que le quedaba te dijo que tenías una madre muy buena, muy buena, y que debías quererla mucho y cuidarla toda vez que ella necesitara de vos.
-¿Y?
-Y así fue- se le llenaron los ojos de lágrimas y con las suyas sarmentosas tomó mis manos y repitió – Así fue.
      Nunca creí que fuera tan redondo como ella lo decía, pero que lo sintiera de esa manera era una especie de alivio para mí.

viernes, 11 de octubre de 2013

Un micro cuento de
                                           SYLVIA IPARRAGUIRRE



EL CORAZÓN DEL BOSQUE
  
          Las botas del guardabosque hunden el tapiz de hojas marchitas. Es el fin del otoño. En el aire se huele el humo acre de las fogatas que la madrugada ha sofoca­do con su aliento frío de huérfana. Un rayo de sol brilla verde sobre una hoja. Más en lo profundo, otros rayos disi­pan la tene­brosi­dad de las ramas entrelazadas. De pronto, un claro del bosque se abre y se ilu­mina. En el cen­tro, una niña, sen­tada sobre su amplio vesti­do, apoya una mano en la cor­teza de la encina. La otra mano sos­tiene sobre la falda al pe­queño unicor­nio, del­gado, tré­mulo, de delica­dos ojos gri­ses. El cuerno es tam­bién gris, con una veta clara que sube rodeándolo como una cinta de plata de la base hasta el vérti­ce.


           Cruje una rama. Los cuatro ojos alarma­dos miran al guarda­bosque antes de desapa­re­cer.