domingo, 23 de junio de 2013




LA  RAIZ  DEL  COSMOS







 

           Si el hombre no tuviera  conciencia de lo eterno; si el origen de todas las cosas fuera solamente un poder salvaje y efervescente -que retorciéndose en sus oscuras pasiones lo producía todo, tanto lo que es grandioso en el mundo como lo fútil-; si un vacío sin fondo, nunca ahíto, se agazapase en la raíz del cosmos, ¿qué sería entonces la vida sino desesperación? Si todo sucediera de ese modo, si no existiera ningún vínculo sagrado que atase a la humanidad, si las generaciones se renovaran simplemente como lo hace el follaje en los bosques, o si unas tras otras fueran extinguiéndose como el canto de los pájaros en la selva, o si meramente cruzaran por la tierra como las naves por el mar y los vientos por el desierto ciego y estéril, y si al eterno olvido no se enfrentara otra potencia capaz de liberarnos de sus fauces hambrientas y devoradoras, ¡qué sería entonces la vida sino pura vanidad y horrible desolación?  (Soren Kierkegaard, Diario de un Seductor, Elogio de Abraham, pag.22, Ed. Guadarrama)


       Y qué se debe decir: lo lamento por él, y por mí, por todos nosotros, lo lamento, la vida es efectivamente pura vanidad y horrible desolación, somos el follaje caduco de los bosques, somos el canto de los pájaros ciegos en los valles sin eco, somos las olas del mar encrespándose bajo los vientos que tienen nuestra esencia innumerable y finita, los vientos caprichosos e infieles en los amaneceres del desierto, en el arenal infecundo, en las grietas secas por toda la eternidad.
           Pura vanidad y horrible desolación, solamente desesperación, no en la raíz del cosmos sino en el interior desconocido de cada ser humano, en la efervescencia de las pasiones inútiles, en las grietas de luz del pensamiento, de la reflexión vana o en la oscura esencia de los actos inexplicables, que nos llevan hacia lo más impenetrable del atardecer, hacia la hora liminar del día, cuando ya no queda ni el más pequeño filamento de esperanza y la noche se enseñorea en nosotros.
            Pura vanidad y horrible desolación, en todos los rincones, en los huecos donde las ratas anidan con sus hocicos anhelantes y sus orejas alertas, bajo las lajas húmedas donde los insectos proliferan ondulando antenas en su actividad incesante y misteriosa, en las ramas desnudas de los árboles donde un aguilucho destroza a picotazos a un pichón indefenso. O en el mar inaccesible, donde reina el terror de los más fuertes, de sus silentes mandíbulas o de sus tentáculos de asfixia.
           Pura vanidad y horrible desolación, bajo la lluvia, patinando en el barro, en los morros o en la ciudad oculta, con las luces de las avenidas al alcance de los ojos, en las goteras, en la tos, en el hambre, en el frío, en la mirada suplicante de los niños, en la incomprensión en los ojos de los niños, en las lágrimas de pus y de violencia, en la ropa destrozada, en los miembros quebrados, en la suciedad y la mugre, en la gratuita muerte que golpea dondequiera, siempre primero en lo más débil.
            Pura vanidad y horrible desolación en los rayos del sol sobre los vitraux de las catedrales, en el manto recamado y terso de los obispos, en las casullas doradas de los oficiantes, en los reflejos áureos de los cálices consagrados, en el aroma del vino, dulce como la sangre, cálido como la sangre, en las bendiciones mansas, en los sacramentos olvidados y en las penitencias de los arrepentidos que suelen no saber nunca por qué.
           Pura vanidad y horrible desolación en las trincheras y los terraplenes, en la niebla venenosa de los pantanos, en la impunidad de los lugares cerrados, alejados de las miradas de los otros, los lugares acondicionados y vigilados, los lugares aherrojados, los lugares electrificados, los cubículos de las fieras cebadas, de la carroña, de la ignominia, de la vergüenza, del crimen de lesa humanidad.  Los lugares del olvido, los lugares de la desaparición y de la muerte innumerables, las tumbas anónimas y los huesos disolviéndose, quién recordará alguna vez sus nombres, sus sonrisas, sus ideas o sus intenciones y sus amores, quién podrá decir que pasaron por donde pasaron y por qué lo hicieron, para qué sirvió su vida sin memoria y su muerte de dolor y de espanto.  Pura vanidad y horrible desolación.  Pura vanidad y horrible desolación, dibujos inescrutables en la marea de los tiempos, en el torbellino de las galaxias, en un remoto rincón insignificante y sin nombre más que para sus desconcertados pasajeros, imposibilitados de pronunciarlo nunca, pesadilla de un dios imaginado, sueño de sus mentes desfallecientes y febriles.
          

           Pura vanidad y horrible desolación, padre Abraham no apuntes contra mí tu cuchillo, no es mi culpa que la fe no sea mi compañera, que la escuálida razón no me deje acompañarte, solo tendrá que cruzar tus puentes, solo vas a encontrar lo que tengas que encontrar, padre Abraham.  Los hijos son siempre adelantados de lo nuevo que no te incluye, que no te tiene en cuenta, pero que, finalmente, tendrás, tendremos que pagar.




 
        

miércoles, 5 de junio de 2013

TEXTOS BREVES


UN  AVE  CARNICERA  Y  UN  ESPÍRITU MALIGNO


Un ave carnicera y un espíritu maligno sobrevuelan nuestros paseos cotidianos, nuestros actos y costumbres. A veces alguno de nosotros un poco más avispado se sobresalta como si intuyera la presencia indescifrable.  Pero no pasa de una sensación efímera y prontamente olvidada.
El espíritu maligno afianza sus garras en la indiferencia de las gentes, en su distracción congénita, y el ave carnicera moja su pico de acero en el jugo siempre abundante de los condescendientes y de los sobornables.
En la ciudad, las sombras amenazantes del ave carnicera y del espíritu maligno se confunden con la desmemoria y con la sombra de los ausentes, que pululan en silencio entre nuestra buena gente, que la enceguecen y la empujan al sueño, que persisten con empeño y que finalmente serán una con el ave carnicera y el espíritu maligno.
El reino va a terminar y la presencia del mal dominará la noche.







 
                                                                             VISIONES



    Borges habla en el poema Límites de las ocasiones, de su ubicación en el devenir de la vida, cuando uno casi nunca puede saber cuál es la última vez que ve algo, o es visto por un espejo, por ejemplo, o hace algo o deja de hacerlo. Y nombra el caso aterrador de una mesa llena de libros donde “alguno habrá que no leeremos nunca”.
   Pavese, en su diario, menciona en cambio otro momento tan liminar como el de Borges y es aquel de la primera vez en que uno vio algo y si lo que bastaba en aquella primera vez -el estupor, el éxtasis fantástico- ahora es suficiente, o si se exige otro significado y se pregunta cuál puede ser.
   Y entre uno y otro poeta sabemos que cada cosa es siempre la primera y heracliteanamente también la última, porque ni ella ni nosotros vamos a poder ser los mismos la próxima vez, si así puede ser dicho, y si hubiera próxima vez.  Es decir que no se ve la primera vez, ni las subsiguientes ni la última, porque ¿qué es lo que estamos viendo? Ver es comparar y si siempre es la primera vez, asombro contra asombro ¿con qué estamos comparando? Solamente abrimos los ojos tanto como lo permite nuestra sorpresa y creemos ver. Y eso que vemos no vuelve a presentarse jamás por lo que puede decirse que es la última vez que lo vimos y con ese recuerdo presente de la última vez, quién se atreve a comparar, si ya lo estamos olvidando, si  los rasgos de la cosa se están desdibujando, se disuelven en el aire melancólico de la tarde.
                  Todo lo mejor que se puede hacer es encaminarse hacia el barcito ése del               boulevard, el que tiene las mesitas afuera, sentarse allí en el fresco de la sombra de los árboles y pedirle al mozo pelirrojo, que cojea de la pierna izquierda, un aperitivo y unos platitos bien surtidos y tratar de gozar del atardecer que se avecina.










                                                        SUEÑOS   I




   Y de pronto se puede también soñar sin ser una mariposa o sin ser un emperador. Y se puede también despertar sin saber quién soy, lo cual es muy malo. O despertar sabiéndolo, lo que es infinitamente peor.