miércoles, 5 de marzo de 2014





                            FRAGMENTOS


   Y hay una ilusión y es la de la totalidad, de lo universal unívoco, de su desarrollo ininterrumpido y cronológico, creciente, perfeccionándose a sí mismo, madurando, en camino desde la inocencia primera hasta la chochera última, la obra inmensa, completa, omnisapiente, omnicomprensiva y terminada.
  
   Y es una ilusión lingüística, una peculiar sintaxis aplicada en el laboratorio y que nada tiene que ver con el mundo tal como es.

   En realidad todo a lo que podemos aspirar es a una clasificación fragmentaria, provisional e incompleta, una sucesión imperfecta de yuxtaposiciones, una pocas con algún fundamento, la mayoría gratuitas, desconocidas, desafortunadas, sin ley ni concierto.  En realidad debemos aplicar nuestras precarias, embrionarias herramientas a la inconclusa serie de lo real, dominada por el caos, el exabrupto, la no repetibilidad ni la comprobación, una serie que no admite experiencias ni provocación, que solo se da cuando quiere, sin memoria, sin anuncio ninguno, sin repetición porque no hay memoria suficiente.  Y así se debe afrontar el tiempo, parado en la escasa punta de un iceberg derritiéndose en un mar móvil y agitado, en la tibieza de unas aguas de las que no se vislumbran ni fondo ni costas cercanas, un mar oscurecido por nubes densas que tapan toda luz posible, un mar de aguas sin imaginación ni fantasía.

   Eso es lo real -la muerte de la imaginación basada en algo anterior , la imaginación axiomática y posible- la imaginación que es el cemento, el hilo de Ariadna del argumento de la historia. Por eso no hay historia y no hay argumento. El tiempo es una falacia que se descubre con el paso del tiempo. Comprendemos al fin que el tiempo no existe, que la memoria es un compartimiento de lo actual -una variación del presente, un desplazamiento- para impedir la locura.  Un cajoncito aislado donde se almacena la locura del momento presente, donde se anulan las diversidades fragmentarias que omnubilan el foco de la atención y donde, escondiéndolas y sometiéndolas a un régimen de clausura, se despeja la mente y permite juzgar lo apropiado de lo actual -por llamarlo de algún modo.  Lo apropiado de lo real es la tendencia a tomar lo que se quiere y asumirlo como verdadero, como propio.  Lo real es entonces el fragmento que consigo apropiarme con el fin de seguir en pie, una escisión particular, un lugar apartado, un surco, una entalladura que me contiene. Cada real corresponde a un individuo, a un foco individual, separado.  Cada individuo, cada observador obtiene como producto de su propia actividad su particular real de la realidad. La comunicación y la solidaridad son epifenómenos de la conciencia sin existencia real, sin funcionalidad posible. El correlato de  la comunicación es la ilusión de una realidad unitaria y común. Una planicie sin arrugas. No se condice con lo observado, jamás se ha podido convenirla ni asemejarla. A lo sumo se emparientan, con mucho esfuerzo, representaciones puras, sin sujeto real.

   Es el purgatorio.  Todos quieren algo que parece ser para todos lo mismo pero que, en realidad, para cada uno representa algo distinto. Lo peor adviene al comprender que ese algo representado no existe. Este particular purgatorio es eterno y es un recorrido de desencanto en desilusión y vuelta por todas las escisiones de una realidad que no cesa de fragmentarse hasta el infinito. Pero como las cortaduras en la recta de Dedekin, este infinito no es congruente, dado que se repite en cada fragmento separado por una cortadura, es decir, en cada persona. Solamente en el purgatorio puede hablarse de suma de infinitos infinito.  pero esto no es más que un juego absurdo de lenguaje, al desear tener y enunciar una teoría unitaria de la realidad, una teoría totalizadora, especialmente si lo real es monista de cabo a rabo, a pesar del materialismo dialéctico, de Marx, de Hegel y de toda la compañía. A qué puede aspirar un grano de arena si no es a una teoría granular de un fragmento del inmenso y adivinado arenal.  Qué puede saber un grano de arena del desierto de Sahara. Y no digamos si para peor el grano de arena en cuestión pertenece al desierto de Gobi, o, en todo caso, a un arenal de la provincia de Santiago de Estero. Enunciar una teoría seguramente puede, es más, debe hacerlo para su propio bien, para consumo interno, para solventar la locura de la memoria, la falacia de un pasado que quiere convencerlo de su anterior pertenencia a un bloque único, el origen común de todos los granos de arena, sean de donde hayan sido. Pero la dispersión del viento, los innumerables caminos del viento, los obstáculos, la rodadura, el desgaste, el tiempo, el tiempo, esa otra falacia, hace muy bien su trabajo, cambia, repara, modifica, rebautiza, separa, de manera que al cabo, cuando cada grano asume su propia individualidad, encarna su fragmento único y sagrado, el mal está hecho, la unidad está rota, el universo es una sumatoria: llantos, gemidos, quejas, nada pueden, es tarde, hemos de agonizar por separado, hemos de entrar en lo real solos, y una sola realidad nos será posible. Particular y única para cada uno.
                 
 “Y en alguna parte todavía pasan los leones ignorando

      toda impotencia, mientras perdura su esplendor.”

                                  PAÑOLETA



El azar de una esquina no puede negarse, se impone como una sentencia y el hombre de gabardina gris enciende su cigarrillo justo en la ochava, haciendo pantalla con  las dos manos, pues es sabido que en las esquinas el viento apaga todos  los fósforos que se le atreven. El hombre, Juan, tal vez ha pensado: “Justo aquí se me ocurre prender un cigarrillo.” O quizás en vez de “un cigarrillo” ha pensado “el cigarrillo” pues como ha decidido dejar de fumar y éste es conscientemente el primero del día, es más correcto llamarlo “el” y tener esa mala conciencia de haber caído otra vez en el vicio. Ya se ha alejado de la esquina y ha pitado un par de veces, con lo que su ánimo ha mejorado un poco, a pesar de la pequeña derrota que lo ha dominado.  Unos pasos más allá se cruza con una vieja enfundada en una pañoleta que le hace recordar a su madre. Cómo fumaba la vieja en sus últimos tiempos. Parecía no querer desperdiciar el tiempo que le quedaba y que ella –y todos – sabíamos que era corto. Se encogió de hombros y se volvió: la vieja de la pañoleta se había detenido en el umbral de una casa y luchaba contra la manija que al parecer no cedía al movimiento.
“Siempre me pasa lo mismo. Debo recordar decirle a Rubén que arregle la cerradura.” Se ajustó la pañoleta para resguardar su garganta de frío. No estaban las cosas como para enfermarse y mucho menos tan lejos de fin de mes.  Esta puerta necesita de pintura porque un tiempo más así y se va a podrir toda la madera. Pero Rubén no puede hacerlo todo. No se a quién pedirle ayuda. Hoy día todo el mundo mira para adentro y nadie hace nada por nadie. Qué estará haciendo ese tipo de traje, parado en la mitad de la vereda y mirándome. Tiene pinta de platudo, ése no tendría problema con la puerta, ése ni siquiera pensaría en arreglarla…la cambiaría por una nueva. Sin pensarlo.
¿Qué está haciendo Haydeé en la puerta de la casa, con el frío que hace? Esta mujer está cada día más loca. Vamos Mota, a ver qué se le ocurrió ahora. Tira de la correa de la perra negra que lo acompaña y en dos zancadas llegan hasta la vieja.
Rubén, qué suerte que llegaste. No puedo con esta puerta. Fijate. Dame la correa, te tengo la perra mientras.
Rubén le da un empellón a la puerta y ésta cede con un crujido de madera podrida. En cuanto se abre surge del interior un cuzquito insignificante que despliega una sinfonía de ladridos, aparentemente todos dirigidos a la perra de Rubén, que lo ignora olímpicamente.
Por la calle aparecen dos ciclistas, un muchacho y una chica, que al pasar frente a ellos gritan a dúo:  Chau Rubén, Chau Haydeé.
La vieja saluda con la mano y entra en el oscuro zaguán.
Rubén tira de la correa y sigue su camino.  Pasa al lado del hombre de gabardina gris que sigue en el mismo lugar, fumando.

Para llegar a su pieza debe atravesar un largo corredor oscuro que termina en una puerta. Pasando la puerta se abre un patio y un escalera de metal al costado que lleva a su cuarto. Todos los días hace por lo menos tres veces ese camino, suba y baje incluido. Y cada vez no puede evitar el pensamiento de hasta cuando tendrá las fuerzas suficientes para afrontarlo. Y el lugar dónde se producirá la crisis: arriba, en su cuarto, en su territorio,  o abajo, en cualquier lugar ajeno, en el territorio de quién sabe quién.
Bueno, pero ahora está a salvo, por el momento. Enciende la lámpara y lo primero que ve es la mancha azul del manto de la virgen de terracota de su mesita de luz, un color que siempre consigue apaciguar sus inquietudes.  Luego se dirige a la ventana y abre la cortina para que entren los últimos resplandores del día.  Parece satisfecha y apaga la lámpara. Por la ventana aparecen los techos de las plantas bajas vecinas, con sus manchones de alquitrán y los recortes de chapa de innumerables y sucesivas reparaciones. Es un espectáculo que nunca se cansa de observar y que está como grabado en su cerebro acompañado por un a tranquilizante sensación de dejá vú eterno e inviolable.
A veces piensa, aunque no está segura de que sea ella la que piensa esas cosas, que   le gustaría que los techos fueran transparentes  para ver las vidas de los otros desarrollarse a sus pies como en un teatro, sin diálogos, sin palabras pero no perder ninguno de los gestos y los ademanes y todas las alternativas visibles de las relaciones de los otros, hasta las más escabrosas o las más violentas y suponer por lo visto lo que realmente sucede entre esos seres que se desenvuelven unos pasos más allá.  Le gustaría saberlo todo sin intervenir, sin tener que pagar los platos rotos ni sufrir por ello.  Alguna vez pensó que sería bueno tener un televisor en su pieza pero terminó decidiendo que no era para ella, una tecnología superior a su propia época. Mejor los techos transparentes, hasta que se lo ocurriera algo mejor.
El tipo apagó el cigarrillo pisándolo y consultó su reloj: no venía nadie, nadie había aparecido, no esperaba a nadie. La ecuación cerraba perfectamente. No era necesario pensar más en el asunto, tan solo dejarse llevar por la fuerza de las cosas que aparentemente encajaban perfectamente con lo que era dable esperar de ellas, por lo menos a su respecto, ese cerco perfecto de causa y efecto, esa certidumbre tranquilizadora y bastante amigable. La lejanía de los recuerdos fungía de amable protección, salvo alguna intromisión azarosa, como la mujer de la pañoleta, que le llevaba a algún lugar lo suficientemente remoto como desecharlo con un simple encogerse de hombros. O así lo creía.


                                                                                     




IMPRESIONES




Una nota, una nota aislada en el silencio de la noche. No, tal vez hay que cambiar el escenario: una nota, una nota aislada en la escalera en penumbra. Escalera solitaria. El escalón que se alcanza a ver está revestido de mosaico amarillo con dibujos geométricos – grecques – en un tono casi rojo, algo desvaído por las pisadas. Aparentemente muchas pisadas -¿será la escalera de una estación de subtes? – Una nota aislada sonando con persistencia en la memoria auditiva de alguien. Subiendo un escalón. Nada.
El aire está impregnado por el perfumes de las flores de lavanda que bordean el camino. Qué no daría el amante de las flores por encontrase en el prado de amapolas rojas, pintadas con breves trazos de pincel, nerviosos trazos en medio de un silencio verde, matizado, salpicado de sol. La nota es cantarina, pura. El sentido está vacío, apto para ser llenado por las voces de niños, por las carreras locas de un perro de lanas y el rebotar incierto de una pelota de gajos rojos y amarillos.
La tarde se inclina a occidente, la nota es grave, adulta, prolongada. El sol desaparece en la colina distante y el aire se tiñe de un dramático rojizo amarronado. En los bordes del campanario un filete de sol persiste aferrado en el borde broncíneo de la campana. Si el campanero quisiera ¡qué nota aturdiría el ánimo ya alicaído por el crepúsculo! ¡Cómo saltaría de un lado al otro, columpiándose, el reflejo de la última luz del día!
Y en la escalera, en la penumbra creciente, una bolita de vidrio salta de escalón en escalón, hundiéndose hacia abajo, en un arpegio de agudos desvaneciéndose a medida que se alejan hasta desaparecer en lo profundo del silencio.
Así la noche gana la partida por unas horas, mientras a lo lejos apenas se perciben unos tonos bajos que resuenan sin apagarse del todo. Son las notas nocturnas que pretenden llenar la oscuridad con amenazas para que los desvelados no consigan conciliar nuevamente el sueño y se mantengan con los ojos casi muertos pegados al negro telón en espera de lo que, seguramente, no vendrá.  Nadie puede saber lo que vendrá.
Hasta el amanecer que resuena una seguidilla de rápidas notas trepando la escalera de la luz, agudas, ágiles, que rebotan en cada superficie que va tocando el sol en su recorrida esperanzadora, haciéndose eco en las paredes que se interponen en su camino zigzagueante y ¿alegre?
Un sol, el de siempre, que disuelve la escarcha en el pasto sufrido, que evapora la bruma con un gesto de prestidigitador que no permite visualizar sus trucos, su método, tan progresivo y lento que no parece variar nada cuando está variandolo todo, y que simula estar, mientras tanto en otra cosa, su sempiterno desplazamiento por una geodésica no escrita, no dibujada,  casi inmutable como la idea de dios.

Es un nuevo día.