EL PASO DEL TIEMPO
Allí, en la cabañita del fondo,
casi al final del valle, mi abuelo, con su cabello blanco lleno de virutas de
madera, talla la lámpara que ha de regalarme por sorpresa cuando la termine. No
es una lámpara cualquiera. Yo lo sé, como sé todo lo que ya sucedió una vez y
volverá a suceder, una y otra vez, para siempre. Lo que no sé si estaré para
verlo, pero me parece que él, mi abuelo, con su cabello blanco lleno de virutas
de madera, estará allí, esperándome, para sorprenderme con su lámpara y
esperando que yo lo abrace y lo bese como siempre hago cuando estoy frente a
él.
Las cosas suceden a pesar de
nuestros deseos y suceden una y otra vez sin que podamos influir sobre ellas,
porque si así fuera, hoy –que no sé con exactitud cuándo es- hoy estaría abrazando
a mi abuelo Antonio más fuerte que nunca, es decir, más fuerte que siempre,
aunque decirlo, si bien le da una existencia efímera pero existencia al fin,
decirlo, desearlo es dar una constancia que es una derrota, que el tiempo nos
vence, que puede más que cualquier cosa y que la repite en todo momento, como
si quisiera, el tiempo, que no lo olvidáramos fácilmente.
De tanto repetirlo uno mira hacia
atrás y está allí, al alcance de los brazos, iluminado por el atardecer, como
un holograma del futuro, como un simulacro que en realidad, es todo lo que
aspiramos o podemos ser.
Y allí, en el fondo del valle, la
cabaña de mi abuelo refulge sin mengua. Está, definitivamente, allí