Acerca de la memoria; acordarse
de olvidar, olvidar todo. Olvidarlo
todo, una liberación completa, total, del recuerdo. ¿Para qué recordar? ¿Sirve de algo?
El recuerdo es un sufrimiento
inexplicable, inútil.
Hay que olvidar, entrar en la
densidad opaca del tiempo y disolver toda necesidad, deseo o nostalgia por el
recuerdo, por el pasado.
Y así no saber nada de los amigos
muertos, de los padres muertos, de los que se han ido, de los traidores, de los
falsos, de los hipócritas, de los perversos, de los que olvidan y de los que
recuerdan, de esos que, aunque no los recuerdes, han tenido una existencia
probable.
Ah, soledad llena de sol, cómo te
deseo cada vez más.
La cenizas son el testimonio del
fuego pero también del fin del fuego, de su consumación, y regadas al sol, en
un campito verde o en un desierto amarillo son una bendición sin fecha de
vencimiento.
*
jodidas
ventanas que dan al crepúsculo
miradores
desguarnecidos
donde el
futuro se refleja
sin
conmiseración
las manos
sobre el marco de madera
gastado hasta
lo indecible
la vida
inmisericorde
y el sol
el fugitivo
ocultándose
borrando la
idea de ventana
borrando la
noche
disolviéndola
en la oscura turbulencia
de las fieras
desatadas en la
libertad
de la jungla
a dentelladas
confusas
afuera
como si todo
debiera resolverse
--y se
resolverá –
en unas horas
pocas
antes del
amanecer
*
He olvidado el rielar de la luna
en min taza de té, en la penumbra de una escalera que supongo, porque no
recuerdo
llevaba a mi pieza, en el entrepiso,
quizás a medio camino a la azotea de esa olvidada casa de la calle Cochabamba
que ya no existe probablemente,
modificada o destruida por sus nuevos dueños, otra gente desconocida que
compraron la casa una maladada mañana en un Banco del Once, Banco de la Ciudad –ex Municipal-
sucursal Once
una pareja joven que comenzaba su
vida conyugal justo comprando esa casa de la que no recuerdo prácticamente nada,
ni cómo era, ni los que vivieron allí cuando yo que tampoco recuerdo, no estoy
muy seguro de haber dormido mi larga adolescencia entre esas paredes tan
antiguas, anteriores a mí mismo, anteriores a mis propios padres, donde
probablemente sería lógico que ellos hubieran pernoctado en ella por años,
hasta mucho después de mi ida, y que por esas reglas curiosas que rigen esos
tiempos desconocidos vinieron –las paredes- de nuevo a mis manos, que
desesperados no quisieron tomarlas y buscaron deshacerse de ellas – de las
paredes y de la propia casa- lo más
pronto posible, aunque de todas maneras la burocracia impuso sus dilatados tiempos, ayudándome a olvidar y
vaciando la casa, en la que ya no vivía, hasta de los olores que podrían –como
la maldita magdalena- ayudar a un recuerdo de cual aborrezco, y volviéndola
completamente irreconocible y ajena, hasta que pude deshacerme por fin ella,
sin volver a verla ni por un segundo.
Ahora otros construirán en ellas mejores recuerdos y superiores olvidos
y sus absorbentes paredes perderán toda huella de ese paso mío que ya no
recuerdo y que a mí concierna.
Es así la historia de las cosas
humanas: una imposibilidad de origen, un oximorón galopante, una contradicción
en esencia. La historia es una traición
que cuanto más pertinaz más verdadera, más justificada: Y sin considerar la
historia social, aun más perniciosa que la individual y menos justificada, más
llena de errores, de monstruosas deformaciones que no conforman a ninguno de
los involucrados y que no sirve a los fines de saber nada de todo aquello que
no haya sido tenido por la consciencia de cada cual y aun de lo meramente presente todavía en los
sobrevivientes de lo acontecido, que mal pueden recordar los hechos que
los liguen a sus contemporáneos, con los
cuales siempre han tenido sus diferencias, de apreciación, de visibilidad y de
registro, ni qué decir de intereses, por lo cual cada una ha conservado, si es
que ha conservado algo; cada uno una
historia distinta, una peripecia personal, tan disímil de las otras como si
hubieran sucedido en otra época, en otro suburbio, en otra ciudad y a otra
hora.
Que en esto de recordar hay una
gran falacia, un constructivismo imaginativo e inocente, que cree poder operar
sobre esos insignificantes indicios de la mente para recuperar recuerdos
“valiosos” o “significativos” y levantar sobre ellos cascadas de episodios coaligados
o desligados, muy comprometedores con la
historia personal de los causantes. Son
como las viejas fotografías familiares ante las cuales uno se dice
inmediatamente “quién carajo son estos tipejos sonrientes y seguros de sí
mismos que parecen estar invitándome a ingresar con ellos en la cartulina o
también teniéndonos del brazo a una figura que pueda atribuírsenos” tomándose
libertades o familiaridades que desde luego nosotros no estamos en
posición ni disposición de permitirles o
consentirles ni ahora ni antes ni en el
momento imposible, fantástico e imaginario de la toma.
No hay derecho a trabajar con
esas reglas, ni a jugar, ni uno debe caer en la trampa de esas fotografías por
más venerables que quieran presentarse. Son pura ilusión, es puro nitrato de
plata sobre la superficie de la cartulina, una capa insignificante distribuida
aleatoriamente sobre la cara del papel o cartulina, y ésta misma no es más que
una baraja de tarot, disimuladamente introducida en la historia de un individuo
y queriendo ser interpretada gratuitamente como provocada, justificada y
asumida por el causante. Puras
pamplinas, malas artes, juego sucio. Fantasmas agitados en la penumbra de unos
ojos estragados por el tiempo, la fatiga y ese sentimentalismo que acontece con
la edad y que se acentúa con el acercamiento a los límites.
Hay que desmarcarse, servirse una
copita de ron y mirar el atardecer sin mucho cariño y sin involucrarse en él.