domingo, 31 de marzo de 2013









         SIEMPRE    EN    DOMINGO


   
   
    Ella solía llevarnos al cementerio los domingos. Tomábamos un colectivo desvencijado, con carrocería de madera al borde del colapso. Tardaba siglos de sudor y crujidos, de manera que llegábamos todos furiosos, llenos de polvo  y hastío.  Hacíamos fila por el pasillo estrecho para bajar y en fila íbamos  a los puestos de flores y ella regateaba hasta conseguir un ramito decoroso y  que el mismo tiempo le dejara plata suficiente para el pasaje de vuelta. Yo tiraba de la mano de mi hermana, me daba vergüenza espiar la cara de ella  mientras sufría toda esa especie de agonía de elegir, preguntar, contraerse, volver a elegir, preguntar y así hasta hacerse de un ramito de nomeolvides o cualquier otra desnaturalizada florcita con tanta mala suerte que iría a terminar su inútil florecer sobre el polvo más infecundo de la ciudad.    Me daba rabia e impotencia no poder apartar la vista de ella. En medio de todo eso me juramentaba en mudas promesas que seguramente jamás  iba a cumplir.
   
    Atravesábamos en silencio las inmensas columnas blancas y luego las calles de adoquines flanqueadas de bóvedas oscuras y brillantes, de mármol negro y bronce bruñido y otras grises y abandonadas, siguiendo un camino que al  parecer sólo ella conocía.  Aquí el tiempo era toda esa interminable sucesión sin finalidad ni aparente concierto, una y otra calles laterales, hasta perder la idea de número, filas de eucaliptos gigantescos, y después, desperdigados, a lo  lejos,  en  medio del  pantano lleno de cruces,  algún  ciprés  cinerario,  manteniendo una tradición que quién sabe de dónde viene.
   
    Pero ella no nos daba respiro, con su andar lento de torcidos tacos bajos,  seguía  adelante,  el manojo de  flores  en  la mano derecha comenzando a  marchitarse y la cartera firme debajo del brazo izquierdo, apretada contra el cuerpo delgado, mi hermana y yo tropezando en los adoquines tratábamos de no quedarnos atrás, temiendo que ella se olvidara de nuestra existencia en cualquier momento.
   
    Lo peor era cuando cruzábamos lugares nuevos, donde los montículos de  tierra indicaban las fosas abiertas en espera de ser usadas, había que pisa con precaución porque no era difícil terminar en el fondo de un pozo.
   
    Después pasábamos al costado del osario común y de ahí ya solo quedaban  unos cien metros más y llegábamos a nuestro destino. Ella, en realidad, ella llegaba a su destino, aquella tumba pequeña, con la foto de mi hermanito en un portarretratos ovalado, ya algo amarillenta por el sol. Entonces debía  ocuparme del jarroncito de bronce lleno de verdín, lo agarraba tratando que ella no notara  el  asco que  sentía,  como  si  el  jarrón  participara  de  los innombrables procesos que tenían lugar medio metro más abajo y caminaba hasta la canilla más próxima, a unos cincuenta metros, lo enjuagaba y lo volvía a llenar con agua limpia. Ella colocaba el ramito en el jarrón y lo dejaba al pie de la tumba, se arrodillaba y en el acto mi hermana la imitaba.  Debían rezar mientras yo me distraía  buscando pájaros con la vista,  y  lo hacían para adentro porque  no  se  escuchaba  el  menor sonido.   Había pocos  pájaros,  tal vez porque no tenían  qué  picotear.   La  tierra de los alrededores era apergaminada y blanquecina y entre tumba y tumba a veces había un caminito de ladrillos o de pequeños rectángulos de mármol blanco o  gris.
  
   Podía suceder que nos fuéramos enseguida, pero lo más habitual era que el universo entero diera veinte vueltas sobre su eje,  mientras se apagaban soles y enanas blancas reventaban en miles de galaxias. Cuando volvía en mí la sombra de la pequeña cruz había avanzado medio metro sobre el suelo,  ella sacudía la tierra de sus rodillas,  ayudaba a mi hermana a levantarse y regresábamos.
  
   Ese camino de regreso era ilimitado, vasto como el ondulante mar de  cruces que llegaba hasta el horizonte nebuloso, una tenue línea más oscura que indicaba las construcciones de las bóvedas, detrás de las cuales se suponía la salida, y ese tiempo liso y blanco como la panza de un pez infinito estaba tallado por el  pensamiento de  llegar antes de la hora de cierre, cruzar las blancas columnas antes que los guardianes grises cerraran las rejas. Yo pensaba, pero nunca se lo dije a ella, que un día los guardianes cerrarían para siempre las rejas y nadie encontraría jamás la llave y ninguno volvería a salir, condenado a vagar ciegamente por toda  la eternidad.
  
   Para volver a casa tomábamos el mismo colectivo deplorable, en sentido contrario,  pero esto que  parece  tan sencillo,  estaba  precedido de  un interminable  cola que con el  paso del  tiempo habilitaba  para  subir  y arreglarse como era posible entre tanta gente dispuesta a lo mismo. A ésto seguía una secuencia de luces y sombras apenas entrevistas, en medio de brazos, cuerpos, bordes de asientos y marcos de ventanillas, un irremediable  irse de la  tarde que ni siquiera podía ver.   Era como perder algo que se desea pero que de antemano uno sabe que jamás poseerá .  Mi hermana se dormía siempre, apoyada contra ella que la protegía con la mano derecha  posada sobre su cabecita enrulada.  Cada  tanto ella me miraba y al verme todavía resistiendo, me dedicaba la primera sonrisa del día, que era para mí como si una especie desnaturalizada de sol estuviera amaneciendo ahora, en el atardecer de todos, en el ruido, en el cansancio, en el interior sofocante del colectivo.


                                                                             Jorge A. Mirarchi

sábado, 30 de marzo de 2013

Un poema sefaradí de JUAN GELMAN


                                 XV

                tu boz sta escura
                di bezus qui a mì no dieras/
                di bezus que a mí no das/
                la nochi es polvu dest'ixiliu

                tus bezus inculgan lunas
                qui yelan mi caminu/u
                timblu
                                                                                                    dibaxu il sol/     

(XV    tu voz está oscura / de besos que no me diste/ / de besos que no me das/ / la noche esw polvo de este exilio/
Tus besos cuelgan lunas / que hielan mi camino/y / tiemblo / debajo del sol/ )
             
                     

ARCILLA DE PALABRAS


Como introducción, a manera de ensayo, reproducimos un texto de Jorge A. Mirarchi

Victory  boogie  woogie

I


Yo sé que el pasado alienta en los movimientos sincopados del corazón, adrenalina silenciosa por arribar a la superficie.  Tiembla en la superficie y se supera a sí misma entonando un aire melancólico y lejanamente festivo.
Disimula el peso del minuto presente, con toda su omnipotencia de duelo y de vida arrasadora.  No juzga, no implora:  es simplemente pasado que alienta todavía, es recuerdo y se va desvaneciendo segundo a segundo, como el aliento en un vidrio, pero todavía está allí, respira cada vez menos, pero está, no se le puede dar por desaparecido.
¡Qué final!
Cuánto moribundo en el aire tenue de este agosto...
¡Qué gracia en el ademán del adiós!
Y después del adiós quedar clavado, olvidado de todos, en la plataforma de la indiferencia del mundo, como petrificado, inmóvil, decepcionado, perdiendo recuerdos sin pausa, sumando descuentos e indulgencias, frotándose las manos, arreglándose las uñas.
Un grito en la calle.
¿Serán niños jugando a la pelota?  ¿Será...?
Mito moderno, la angustia renovada, sin solución.  El tiempo es otro y sin embargo
No era aquí, siquiera, y sin embargo
Inaugural, un grito en la calle, un grito incomprensible, tal vez la distancia, tal vez la pronunciación, el idioma, los dientes apretados, la lengua vinosa, lo imposible de saber, el árbol del bien y del mal.
¡Qué cosa!
Y seguir, porque no queda otra opción.  Detenerse es ser arrollado sin misericordia, sin pasión.  Seguir, seguir.  Como las nubes en el cielo, como la Luna y las estrellas, indiferentes, incansables, huecas. Frías.
Los latidos siguen, a veces adelantan, a veces parecen detenerse, pero - hasta ahora -  siguen y siguen, toda la sangre del mundo, toda la esperanza implícita, algo de ingenua desatención a los detalles, y el mundo sigue andando, girando sobre sí mismo, apurándose para llegar a ninguna parte. Y la entropía, todos sabemos qué pasa con ella. Al frotar las manos con satisfacción, una contra la otra.
¿Y la piedad?  ¿Y la conmiseración?
No las virtudes teologales, las terrenas, las más chapoteantes y comprometidas, al nivel de la calle, entremezcladas con las drogas y el paco, confundidas entre la farmacopea del paraíso químico.  ¿Dónde estamos?  ¿Qué es esto?
Da vueltas también una calesita carente de sentido, con su musiquita repetida y fugada, una boletería sin espectáculo, una calle sin salida, un tobogán a la nada, un puente en la oscuridad. Arena escapando entre los dedos.
No, no, miopía general, miastenia, vómitos, fibrilación, septicemia.  Toda la parafernalia dispuesta para la más completa aniquilación   ¿de qué?
Tal vez de la esperanza. ¿La esperanza falaz de los griegos?
¿Y el grito en la calle?
¿Aferrado a las virtudes teologales? ¿Confiando en los estereotipos munidos de sotana? ¿Con la fumarola para bendecir a diestra y siniestra?
Mentira, engaño, fraude en toda la línea.  Pero, qué linda imagen, qué pálido fuego, como él decía, qué epifanía.
El ánimo, sin embargo, se templa en la adversidad.
Pero no en la mentira.
El ánimo sufre la corrupción, como todo lo que tiene vida, se desmorona frente a los ataques de la realidad. Los tropezones son la rutina. Lo real enciende la aspiradora de esperanzas, cubre los cuatro rincones, los cuatro horizontes de la rosa de los vientos, los cuatro elementos de los alquimistas.
Cuando mirás fijamente lo real, la gorgona de lo real, todo en lo que creías se desmorona, castillo de harina llena de gorgojos, nada se aglomera ni se opaca, nada tiene entidad y firmeza suficiente para aguantar lo real. Para superar esa apariencia opaca e indestructible como un decorado de cartón piedra.  Lo real es una niebla de ceniza que se esparce sin cesar. Que oculta, disfraza, cambia una cosa por otra, sin ley ni sentido.
Lo real mata, desilusiona, desestructura, deconstruye.  Cuando lo real reina, todo lo demás abdica en silencio, hace mutis, se disuelve en el aire.  Apenas una musiquita flota en la brisa como un adiós, otro recuerdo que se evapora. La visión se opaca, se opaca hasta la ceguera.
Otro grito que se apaga.  Para siempre.
El silencio gana la calle como en los cementerios.


II

Hay una deriva en el silencio que lleva las palabras mucho más allá de sus confines, mucho más ahí, donde pueden llegar a significar otra cosa, pervertirse en la deriva, cambiar los códigos.  Cuando un hombre calla demasiado tiempo, lo que dice después está en otro idioma, debe ser descifrado con ayuda de un tiempo semejante al que duró el silencio.   Es otro mundo, otra ventana sobre el abismo la que se abre, otra mirada, otra calle,  otro río.
Y se corre el riesgo de no encontrar ya nunca la piedra Roseta necesaria.
Callar es entrar en una babel solitaria que cambiará todos los verbos, confundirá la sintaxis y el hermético no podrá aspirar a ser escuchado, aunque ése no sea su propósito.  Desde el vientre de la ballena no llegan sonidos, todos quedan en su interior, enredados en los gorgorismos de una naturaleza que aún persiste como el primer día, con sus ácidos digestivos que no reconocen su objeto ni saben, por supuesto, de indultos y otras perfidias.
Y la esperanza, la esperanza falaz, intrincada, simulada, inventada, construida, ¿qué puede contra la trunca comprensión del silencio?
¿Qué puede el hombre aferrado a esa última roca que emerge, con las manos resbalosas y ateridas? ¿que ya no lo sostienen?
¿Qué puede el pez en el agua contaminada por ese mismo hombre que ayudó a alimentar?
El silencio hermana a ambos moribundos en la estela de una gran tentativa, ¿el silencio elocuente del final?
¿Hermana? O cada uno de ellos boquea desesperado sin saber ni importarle nada del otro.
Intentando atrapar una minúscula bocanada de aire antes de que otro se la aspire.
El silencio ahora se contamina con el estertor del ahogo, el silbido de los bronquios colapsados por la demanda, el grito de la sangre sin oxígeno, el chirrido de la uñas arañando la superficie del muro que se interpone a la vida. O que la dificulta extremadamente sin ponerle el fin que significaría el cese del dolor.
Sigue la vida.  Y sigue.

 

III




Pero el ámbito es otro, el escenario de estas pasiones no se localiza en los espacios abiertos de la naturaleza  ingenua de los comienzos.  El paraíso se perdió enseguida, el excremento ganó la partida desde la noche misma de la primera cena. El relato, el gran relato cambia, se diversifica, abandona el refugio de cristal de cada individuo, su cenáculo, su baño privado. Los individuos no cuentan.
Ahora, la obra continua en las calles de las ciudades abiertas, bajo los cielos encapotados del smog, entre los vehículos sangrantes y los basureros gigantes, en los recovecos de los estacionamientos, en las puertas de los boliches, en la semipenumbra de los bailables y de los templos, miríadas de bailables llenos de crac y de adolescentes intoxicados de rock, de cumbia, de deseo, echados en los rincones, vomitando en los baños y ahogándose en un aire tan perverso y contaminado como sus propias mentes extraviadas y miríadas de templos de las más disímiles religiones y de los más variados dioses de toda la historia, cada uno con sus prohibiciones, sus liturgias, sus sacrificios y sus diezmos, llenos de fieles de pié, llenos de fieles arrodillados, llenos de fieles prosternados, echados boca abajo sobre las baldosas de las naves y de los traseptorios, babeando, la boca llena de histérica espuma y de rezos  incoherentes e incomprensibles, las manos extendidas, los dedos agarrotados y todos sus agujeros violados según el algoritmo secuenciado por el pastor de turno, con su sonrisa meliflua y sagrada brillándole en la cara sudorosa.  La obra se ahonda y se despliega en las calles céntricas, en las plazas ganadas por la multitud de la protesta, detrás de los escudos policiales, atosigadas por el humo de los gases lacrimógenos, las molotov, y la pólvora, empujadas siempre hacia atrás por los caballos de la gendarmería, apaleados con sus propias banderas y por las anónimas cachiporras del poder, envueltos en las batallas de adoquines y de vidrios de los negocios y de los bancos y de las compañías de seguros y de los ministerios, flanqueados por las motos del orden urbano, los camiones hidrantes y los celulares de detenidos, las barricadas, los aguantes, las corridas, el desbande, las camillas, las ambulancias, el líquido rojo deslizándose por el asfalto, el asfalto teñido por el dolor de unos cuantos y el miedo de los que corren, de los perseguidos. Y en el medio de todo ese ulular infame y atronador, el silencio, el silencio del hombre que ya no sabe que lo es, el silencio del hombre que ha abdicado de sí mismo, el silencio de la ternura del hombre, el silencio del amor, el silencio del amor, el silencio de la protección de los hijos, el silencio de los niños, el silencio del amor, de la mujer y del amor.
Gana el silencio. En la gran hecatombe y en la soledad final de las calles.
El silencio siempre gana.











IV



Ahora el viento recorre la superficie desolada y apenas envuelve las ramas retorcidas y chamuscadas de unos pocos árboles.  Es todo lo que hay.  Espesos nubarrones recorren una geodésica en el cielo, La luz es gris en toda la extensión del horizonte.  En vano unos hipotéticos ojos buscarían una mota de color.  Algunos charcos aislados de algo que no se sabe si es agua reflejan el gris del cielo; el resto es barro renegrido y pútrido.
De todas maneras parece un caldo. En los valles, en el fondo de las barrancas, en los surcos abiertos, entre las piedras, en las rajaduras de los restos de asfalto, en los malecones, en las estructuras oxidadas e irreconocibles, en los monumentos; un caldo, una sopa nutricia de algo innombrable, inconcebible aún.
No hay otro sonido que el del aire en movimiento, un apagado siseo que impregna todo el ámbito visible.  No hay preeminencia de ningún rincón, no hay orientación de ningún tipo.
Sólo el  ¿aire?  pasando entre las ramas ateridas, sin conciencia.






                                                                       Jorge A. Mirarchi