SIEMPRE EN DOMINGO
Ella solía llevarnos al cementerio los
domingos. Tomábamos un colectivo desvencijado, con carrocería de madera al
borde del colapso. Tardaba siglos de sudor y crujidos, de manera que llegábamos
todos furiosos, llenos de polvo y
hastío. Hacíamos fila por el pasillo
estrecho para bajar y en fila íbamos a
los puestos de flores y ella regateaba hasta conseguir un ramito decoroso
y que el mismo tiempo le dejara plata
suficiente para el pasaje de vuelta. Yo tiraba de la mano de mi hermana, me
daba vergüenza espiar la cara de ella
mientras sufría toda esa especie de agonía de elegir, preguntar,
contraerse, volver a elegir, preguntar y así hasta hacerse de un ramito de
nomeolvides o cualquier otra desnaturalizada florcita con tanta mala suerte que
iría a terminar su inútil florecer sobre el polvo más infecundo de la
ciudad. Me daba rabia e impotencia no
poder apartar la vista de ella. En medio de todo eso me juramentaba en mudas promesas
que seguramente jamás iba a cumplir.
Atravesábamos en silencio las inmensas
columnas blancas y luego las calles de adoquines flanqueadas de bóvedas oscuras
y brillantes, de mármol negro y bronce bruñido y otras grises y abandonadas,
siguiendo un camino que al parecer sólo
ella conocía. Aquí el tiempo era toda
esa interminable sucesión sin finalidad ni aparente concierto, una y otra
calles laterales, hasta perder la idea de número, filas de eucaliptos
gigantescos, y después, desperdigados, a lo
lejos, en medio del
pantano lleno de cruces, algún ciprés
cinerario, manteniendo una
tradición que quién sabe de dónde viene.
Pero ella no nos daba respiro, con su andar
lento de torcidos tacos bajos,
seguía adelante, el manojo de
flores en la mano derecha comenzando a marchitarse y la cartera firme debajo del
brazo izquierdo, apretada contra el cuerpo delgado, mi hermana y yo tropezando
en los adoquines tratábamos de no quedarnos atrás, temiendo que ella se
olvidara de nuestra existencia en cualquier momento.
Lo peor era cuando cruzábamos lugares
nuevos, donde los montículos de tierra
indicaban las fosas abiertas en espera de ser usadas, había que pisa con
precaución porque no era difícil terminar en el fondo de un pozo.
Después pasábamos al costado del osario
común y de ahí ya solo quedaban unos
cien metros más y llegábamos a nuestro destino. Ella, en realidad, ella llegaba
a su destino, aquella tumba pequeña, con la foto de mi hermanito en un
portarretratos ovalado, ya algo amarillenta por el sol. Entonces debía ocuparme del jarroncito de bronce lleno de
verdín, lo agarraba tratando que ella no notara
el asco que sentía,
como si el
jarrón participara de los
innombrables procesos que tenían lugar medio metro más abajo y caminaba hasta
la canilla más próxima, a unos cincuenta metros, lo enjuagaba y lo volvía a
llenar con agua limpia. Ella colocaba el ramito en el jarrón y lo dejaba al pie
de la tumba, se arrodillaba y en el acto mi hermana la imitaba. Debían rezar mientras yo me distraía buscando pájaros con la vista, y lo
hacían para adentro porque no se
escuchaba el menor sonido. Había pocos
pájaros, tal vez porque no
tenían qué picotear.
La tierra de los alrededores era
apergaminada y blanquecina y entre tumba y tumba a veces había un caminito de
ladrillos o de pequeños rectángulos de mármol blanco o gris.
Podía suceder que nos fuéramos enseguida,
pero lo más habitual era que el universo entero diera veinte vueltas sobre su
eje, mientras se apagaban soles y enanas
blancas reventaban en miles de galaxias. Cuando volvía en mí la sombra de la
pequeña cruz había avanzado medio metro sobre el suelo, ella sacudía la tierra de sus rodillas, ayudaba a mi hermana a levantarse y regresábamos.
Ese camino de regreso era ilimitado, vasto
como el ondulante mar de cruces que
llegaba hasta el horizonte nebuloso, una tenue línea más oscura que indicaba
las construcciones de las bóvedas, detrás de las cuales se suponía la salida, y
ese tiempo liso y blanco como la panza de un pez infinito estaba tallado por
el pensamiento de llegar antes de la hora de cierre, cruzar las
blancas columnas antes que los guardianes grises cerraran las rejas. Yo
pensaba, pero nunca se lo dije a ella, que un día los guardianes cerrarían para
siempre las rejas y nadie encontraría jamás la llave y ninguno volvería a
salir, condenado a vagar ciegamente por toda
la eternidad.
Para volver a casa tomábamos el mismo
colectivo deplorable, en sentido contrario,
pero esto que parece tan sencillo,
estaba precedido de un interminable cola que con el paso del
tiempo habilitaba para subir
y arreglarse como era posible entre tanta gente dispuesta a lo mismo. A
ésto seguía una secuencia de luces y sombras apenas entrevistas, en medio de
brazos, cuerpos, bordes de asientos y marcos de ventanillas, un
irremediable irse de la tarde que ni siquiera podía ver. Era como perder algo que se desea pero que
de antemano uno sabe que jamás poseerá .
Mi hermana se dormía siempre, apoyada contra ella que la protegía con la
mano derecha posada sobre su cabecita
enrulada. Cada tanto ella me miraba y al verme todavía
resistiendo, me dedicaba la primera sonrisa del día, que era para mí como si
una especie desnaturalizada de sol estuviera amaneciendo ahora, en el atardecer
de todos, en el ruido, en el cansancio, en el interior sofocante del colectivo.
Jorge A. Mirarchi