INFIERNO
Conozco el infierno que repliega la mente sobre sí misma, en torbellinos de silencio, envolviéndose en el caracol del solipsismo, desvertebrándose en pliegues gelatinosos del color del caramelo, que va oscureciéndose con lentitud pero inexorablemente, cada vez más internado en el laberinto individual y artero, sin salida, alas de mosca y telarañas persistentes, obstinadas en enredarse sobre el indefenso y el callado. Conozco ese infierno intransferible, vergonzante. Conozco aquello que lo aleja de todo, lo que tiene del propio nombre, lo que se ceba de la identidad.
Este infierno está aquí, aquí, y verdaderamente no tiene remedio.
LAS PUERTAS
DEL INFIERNO
Es un corredor de tres o cuatro metros de
ancho que termina en un cancel de paneles de roble y vidrio, con dos puertas en
el centro y dos paneles fijos a los costados, la mitad inferior de sólida
madera y la mitad superior de vidrio traslúcido. Los vidrios ondulados y la
parte horizontal de la molduras necesitan una buena sacudida del polvo que
acumulan desde hace mucho tiempo. Encima de la puerta, formando parte del
marco, una coronación triangular como un frontispicio, también de roble, y
arriba, en el espacio entre el frontispicio y el cieloraso abovedado, las
palomas paseándose por el estrecho borde de madera, haciendo sus nidos,
ensuciando, persiguiéndose unas a otras, haciendo el amor, empollando sus
huevos. Una especie de catarata de mugre se derrama sobre las molduras, los
vidrios y el panel inferior, y salpica en tornasoles grisáceos los mosaicos del
umbral, justo donde la gente que realiza sus trámites debe formarse en fila a
la espera de ser atendida. Las cagadas
de palomas impiden toda solemnidad en un lugar que cada uno adivina como el más
solemne en el que puede estar, donde la mayor parte de las personas ha dejado
de lado su humano egoísmo para concentrarse en una nostalgia caritativa ya sin objeto, pero que
refuerza el ánimo ante el espectáculo que nadie desea, en el fondo,
contemplar. Allí se aguarda a ser
atendido y todos son, finalmente, y contra toda esperanza, atendidos. Algunos
sortean el peligro de las palomas, otros ni se enteran de él, pero todos están
sujetos a su contingencia aunque ésta no
sea, para nada, determinante del lugar ni de su función primera.
LAS
PUERTAS DEL CIELO
El mármol es su característica predominante, gris, maniáticamente pulido
hasta el deslumbramiento, el vano es enorme, terminado en un arco de medio
punto y las puertas de roble llegan hasta su diámetro inferior, como si una
raza de gigantes fuera a trasponerlas. Pero mirando con más atención, se ve que
esas puertas no han sido hechas para ser abiertas, en realidad, simulan ser
puertas pero son el alojamiento de un sistema de otras giratorias de bronce y
cristal, bronce pulido como oro y pesados cristales blindados de reminiscencias
verdosas, que terminan en un burlete vertical que sella cada una de las hojas
en el momento de su giro dentro del cilindro, con un resoplido de eficiencia
desapasionada. Son hojas pesadas que es
dificultoso empujar, ya que se resbala sobre el piso de mármol pulido. Los que pretenden entrar se aferran a las
manijas diagonales que cruzan cada cristal y aplican toda su fuerza como si
fuera lo más importante de sus vidas, y es en ese instante en que las suelas de
sus zapatos pierden adherencia con el suelo;
se encuentran oscilando entre dos puntos de apoyo móviles: las manos en
la barra de la hoja que ha empezado a girar moviéndose hacia adelante, los pies
en los zapatos que resbalan hacia atrás. Y el cuerpo, estirándose en una
diagonal imposible de sostener por más tiempo.
Es difícil transponer esta puerta pero casi todos los que lo intentan lo
consiguen.
Lo curioso es lo que está más allá de las puertas.
Un gran
salón de techo altísimo, revestido de mármol crema hasta donde alcanza la
vista, un salón cuyas dimensiones son en todos los detalles sumamente
generosas, pero donde predomina una especie de mostrador perimetral, que deja
frente a sí un ancho corredor que circunda todo el magno ambiente. A este corredor se accede después de pasar
las puertas y quienes lo hacen se encuentran que el mostrador presenta una
serie de ventanillas , de cristal y bronce, numeradas en su parte superior,
cegadas por barrotes que solo permiten el paso de objetos muy delgados. Detrás de cada ventanilla una sombra humana
se mueve levemente, sin poderse adivinar gestos o comentarios ni mucho menos
opiniones. Los que han transpuesto las
puertas giratorias se encolumnan espontáneamente delante de cada ventanilla, en
azarosa o por lo menos inexplicable elección.
Nadie habla y todos parecen recargar sus hombros un poco más a cada
minuto. Desde el fondo da la impresión que el que llega ante la ventanilla
intercambia algo con el que está del otro lado, pero no es muy seguro. Lo que parece haber de común entre todos los
que aguardan, como una especie de contraseña o ritual de pertenencia, es que al
cabo de algunos minutos de estar encolumnados, cada uno extrae de sus bolsillos
algún papel doblado y una cantidad variable de billetes de moneda que
observa sin expresión mientras lo junta
con el papel doblado que conserva en la otra mano.
La espera es interminable. El final se anuncia con el ruido de un sello del lado de adentro de los barrotes.